lunes, 7 de abril de 2008

GUSANOS

Pocas cosas me pueden resultar tan fastidiosas como las juntas de trabajo. Aunque, como todo en la vida, circunstancias excepcionales pueden transformar en llevadero lo que originalmente es desesperante. Como celebrar la junta de trabajo en un monísimo hotel del centro histórico de Oaxaca. Claro, no es fácil organizarles actividades a un grupo de cincuenta y tantos adolescentes que hacen una práctica académica para un seminario de Arte Mexicano (lo cual, por cierto, es el tema de la junta), pero de todos modos ya estamos acabando, y como aquellos desafortunados chavos tienen muchas cosas que hacer esta mañana, el grupo de profesores podremos tomarnos un buen rato libre, que ya nos lo merecemos.
Aunque tal vez sea prudente resolver el pequeño problema que acaba de pasar corriendo en medio de nuestros pies, esquivando con sorprendente agilidad nuestros pisotones colmados de intenciones asesinas.
Es un gusano. Repugnante, como le corresponde ser a cualquier gusano. Especialmente repugnante, diría yo, haciéndole justicia a la proverbial fobia paranoide que le tengo en especial a estas singulares criaturas de Dios (o bromas pesadas de la evolución).
Lo vimos aparecer mientras discutíamos alguno de los temas, pero no quisimos ponerle atención. Inconvenientes de este clima cálido y de tendencias tropicales, pensé. Sin embargo, otras apariciones sucesivas hicieron que le tuviéramos que dedicar algún comentarito, ya que resultaba un bicho demasiado extraño. Su velocidad no era normal para un gusano, y además había incrementado su talla. Al principio supuse que dicha impresión era resultado de mi enfermiza actitud hacia los gusanos, pero mis patologías no tienen por qué determinar las percepciones visuales de mis compañeros. Y dado que ellos también se percataron de que el gusano creció, consideré racional aceptar el dato como definitivo, toda vez que las tres mujeres del grupo ya estaban en pleno ataque de histeria.
El caso es que ahora Bill y yo nos estamos tomando un breve respiro, tras la infructuosa persecución que nada más nos hizo empezar a desacomodar las cosas del cuarto de Beatriz—en donde hemos estado trabajando—, además de ponernos a sudar como beduinos en verano. Mientras tanto, observamos como el animal intruso sale de abajo de un mueble para meterse abajo de otro, como retándonos.
El muy cabrón. Además ya está enorme. Digo, para ser gusano. Enorme y asqueroso, aunque para nuestra sorpresa, no ha perdido velocidad. Su última carrera por todos los recovecos del cuarto sólo ha logrado hacer crecer exponencialmente nuestra desesperación, y ni siquiera Helga pudo atinarle un solo escobazo.
Ahora la escoba la tengo yo. Aprovechando que se ha metido debajo de un esquinero de la pequeña salita del cuarto, no tiene muchas opciones para salir de ese lugar. De hecho, sólo dos, y las tengo perfectamente vigiladas, listo para descargar el golpe tan pronto sea necesario.
Es decir, en este momento. El maldito se acaba de asomar, y mi ataque ha sido acertado del todo. Ahora sólo es cuestión de que alguien me explique cómo rayos logró salir ileso del escobazo, y que de paso me aclaren si verdaderamente tenía patitas cuando levanté la escoba para ver lo que me imaginaba iba a ser un atarantado gusano, pero que más bien pareció ser un espantado—y molesto—reptil.
- No, no eran patitas. Sólo muñones.
Me encantan esos comentarios de Bill. Contradicen los aspectos que a nadie le importa que sean contradichos, pero confirman aquello que no quería que fuera confirmado: el desgraciado está evolucionando ante nuestros ojos (me refiero al gusano, por supuesto). Lo que hubiera dado Darwin por estudiar esta especie de bichos oaxaqueños.
Bueno, adiós mañana relajada. Digamos que el ambiente se está empezando a tornar desquiciado, y la última persecución nos ha mostrado que este ser es todo un portento evolutivo, porque los muñones sólo lo han hecho más veloz. Más capacitado para sobrevivir, especialmente porque Bill tiene cara de que pronto le va a dar un infarto, y me ha pedido que me levante del mueble donde me quedé tumbado recuperando el aire después de mis últimos intentos para aniquilar al molesto intruso.
Me reintegro a la batalla a regañadientes, especialmente ahora que Beatriz ha comentado que la piel ya no le brilla. Debe ser por causa de las escamas, mismas que Helga y Grace también pudieron observar, y que confirman mis sospechas de que ahora parece reptil.
Es el turno de Grace para usar la escoba. Hay que ver con que fuerza sacude la pared, ahora que nuestro nuevo inquilino ya puede trepar por cualquier rincón del cuarto. Mientras yo recojo los trozos de la lámpara que Graciela despedazó cuando la confundió con el ex gusano, me agacho para observarlo en su escondite favorito: la parte inferior de la cama de Beatriz.
Sólo se ven sus ojos. Y hay que ver su expresión. Es amenazante y refleja enfado. La ventaja es que ya no me causa la repugnancia primigenia porque ya no es un gusano. La desventaja es que siempre le he tenido un profundo respeto a las víboras, y a juzgar por los movimientos que hace y el tipo de ojos con los que me mira, todo parece indicar que nuestro recién adquirido enemigo está tomando forma de serpiente.
Llámenle instinto de conservación, pero esquivé elegantemente el mordisco que me lanzó al abandonar apresuradamente su escondite. El golpe en la cabeza con el esquinero es un detalle nimio, al que no le voy a poner atención mientras Helga sigue apretando un hielo envuelto en un trapo sobre el chipote que amenaza con aparecer en la parte superior de mi adolorido cráneo. Prefiero seguir elogiando a Bill, que estuvo a punto de darle un buen pisotón a la víbora que en ese momento medía unos doce o quince centímetros, y que ahora parece que mide cerca de veinte.
Por cierto, ya no parece víbora, porque los reaparecidos muñones están, según opinamos todos, transformándose en patitas. Extremidades, digo, no palmípedos de género femenino (eso sería el colmo). Además, está empezando a ganar tamaño. Supongo que debe ser más cómodo ahora que es un animal que prefiere correr a arrastrarse. El problema es que dentro de poco no va a caber debajo de ningún mueble, y entonces esto va a ser peor que la guerra de Troya. Todos vamos a estar como locos corriendo por todos lados intentando golpearlo, siendo lo más probable que resulte imposible matarlo.
Bill nos ha sugerido que gritemos, porque parece que el ruido aturde a nuestra pequeña mangosta lampiña y malhumorada, y estoy empezando a sospechar que nuestra estrategia es una verdadera catástrofe, porque lo único que estamos logrando es perseguirlo por todos lados, y el tejón no se va a cansar antes que nosotros. A todas luces, nuestra condición física es bastante más limitada que la de este mapache que ya ha intentado morder un par de veces la pantorrilla de Beatriz (claro, su piel es tan verde en esa zona que parece más un vegetal que una extremidad humana; supongo que si yo también fuera mapache intentaría morderla), que se ha distraído lo suficiente como para que le pudiera quitar la escoba, que me resulta indispensable para defenderme del zorro gris que parece tenerme un especial odio. Supongo que es porque fui el único que le dio un buen golpe cuando todavía era pequeñito y con aspecto de reptil.
Grace sugirió huir. Así nada más: abrir la puerta y salir. Sólo que eso le ha dado una buena idea a Bill, y resulta que la carnada del plan soy yo. Pararme afuera del cuarto para que el coyotito me siga y dejarme caer brincando hacia adentro justo cuando el bicho esté afuera. Y Bill, naturalmente, controlará la puerta de tal modo que el animal se quede afuera.
Ni modo. Fue su idea, así que supongo que eso le da derecho a pedir la parte que no incluye brincos ni golpes. De todos modos, estoy harto de este maldito perro, así que aprovechando que las muchachas se han logrado trepar a la cama y el can sólo me observa a mí, voy a intentar coordinarme con Bill para librarnos de esta calamidad.
Va a ser difícil. Bill y yo no nos caracterizamos por la gracia de nuestra psicomotricidad. Incluso, han llegado a preguntarnos si somos hermanos porque tenemos la manía de tropezarnos de la misma manera, comer opíparamente y provocar la risa masiva cuando hemos intentado bailar.
Eso debe explicar el por qué del intenso dolor que ahora tengo en el tobillo derecho. Creo que Bill me lo ha roto con el descomunal portazo que me dio al intentar cerrar una vez que el monstruo de gila estuvo afuera del cuarto, y los gritos que Beatriz, Helga y Grace dan son tan confusos y molestos, que no sé si es porque hayamos tenido éxito en nuestro objetivo de deshacernos de la bestia darwiniana que se nos había metido, o por el susto que deberían tener al verme revolcándome de dolor en la alfombra del cuarto.
Claro, como nadie se me acerca a ofrecerme una venda o una aspirina, supongo que Bill y yo tuvimos éxito en lo primordial, y por fin podemos tomarnos un descanso.
Podemos no ponerle atención a la violenta forma en la que el animal que está afuera, sea lo que sea, rasca la puerta queriendo entrar. Incluso, todavía podemos pasar por alto el hecho de que el ruido cada vez se escucha más arriba, como si esa criatura inverosímil se estuviera irguiendo. O por lo menos creciendo.
Lo que seguramente no vamos a poder soportar es el ruido de los gritos de Grace, que parece haber entrado en shock. Bill ha sugerido que nos asomemos a ver qué aspecto tiene ahora el gusano, pero le he pedido que espere unos minutos. Curiosamente, los golpes en la puerta cada vez son menos violentos, aunque también cada vez se escuchan más arriba, y lo que tiene a Bill sumido en la curiosidad es que en estos momentos, los ruidos se han convertido, literalmente, en toquidos. Como si a la puerta estuviera llamando un ser humano civilizado y de buenos modales.
Así que después de dejar la decisión al azar, me dispongo—en mi calidad de derrotado—a abrir la puerta para ver qué hay afuera. Abriré sólo un poco, aprovechando que hay uno de esos pestillos de cadenita que permiten que la puerta se abra sólo unos centímetros, al tiempo que evitan que se pueda meter alguien que no haya sido invitado a pasar.
Como el gordo que tengo enfrente. Es horroroso, pero amable. Mide como 1.85, lleva una camisa roja floreada, bermudas moradas y huaraches. Joder, tiene un pésimo gusto para vestir, y ante mi asombro, se está acomodando unas gafas oscuras como para adoptar un porte de turista.
- Ah, disculpe las molestias que les he causado, pero... ¿sabe? Tengo bastante calor y pensé que... tal vez... no sé... me podrían obsequiar algún refresco. Una coca cola estaría genial.
Bill tampoco lo puede creer. Es una estupidez. Todo el proceso evolutivo tiene como único objetivo tomar refresco. Y además, como premio a la imbecilidad, mal gusto en materia de ropa.
Total, supongo que ya nada me puede sorprender, y que de todos modos podemos prescindir de una de las cocas que compré antes de la junta. Así que en medio del fúnebre silencio que embarga a Bill, Helga, Beatriz y Grace, voy al refrigerador por el refresco.
- Mejor trae dos refrescos.
En un principio no entendí la sugerencia de Bill, pero al abrir otra vez la puerta y corroborar que nuestro visitante ahora medía más de 1.90 y había engordado notoriamente, admití que tenía razón. Además, había aparecido una cachucha de no sé qué equipo de béisbol, y en los pies, además de los huaraches, ahora llevaba calcetines. Vaya, parece que su mal gusto también está evolucionando hacia lo estrambótico.
Observar como ese gusano se retira por el pasillo feliz de haberse hecho de dos refrescos gratis es una de las sensaciones más extrañas que he tenido en la vida. De todos modos, la atmósfera en el cuarto es de alivio, y todo mundo se prepara para tomarse un respiro en las calles de Oaxaca, nuestro plan original.
Claro, antes que otra cosa, voy a regresar al cuarto por un refresco, porque a fin de cuentas yo también me muero de sed. Le pido la llave a Beatriz, y justo cuando llego a la puerta veo exactamente lo que menos me esperaba ver, pero también lo que menos ganas tenía de ver.
Gusanos.
Se asoman por debajo de la puerta, se mueven un poco y vuelven a meterse al cuarto. Son varios, y por su forma de moverse, adivino que adentro hay más.
No puedo evitar hundirme otra vez en la sensación de repugnancia, especialmente porque existe la probabilidad de que al rato el hotel esté lleno de turistas gordos, morenos y con mal gusto para vestir. Y de que tengamos que conseguir un camión de la coca cola para surtirles refrescos.
De todos modos, la curiosidad es demasiada, y aunque abrir la puerta signifique enfrentarme a un destino fatal, tengo que ver a esos malditos gusanos.
Lo que veo en el interior del cuarto es indescriptible. Son cientos, tal vez miles de gusanos los que hay inundado el piso. Están en todos lados. Es una invasión. Sin embargo, los únicos que se mueven son los que están más cerca de la puerta. Justo a mis pies, el movimiento es caótico, desorganizado, como si cada gusano siguiera su propio instinto. Pero un par de metros más hacia el interior, los movimientos empiezan a organizarse, hasta que se convierten en una verdadera coreografía de diseños geométricos. Un poco más adelante, los gusanos empiezan a fusionarse unos con otros como intentando fijar sus diseños coreográficos en tiempo y en espacio, y ya en la parte que se aproxima a la ventana que da a la calle, bloques cuadrados, rectangulares y con forma de media luna estánn perfectamente definidos sobre el piso. Ya no son gusanos, sino su extraña combinación. Bloques amontonándose sobre bloques, y empezando a adquirir color. En la parte inicial, los tonos son opacos, pero luego se vuelven brillantes, tornasolados y cambiantes, como si estuvieran indecisos, hasta que en los últimos centímetros antes del esquinero se definen. Los bloques cuadrados ahora son rojos, los rectangulares blancos, y los de media luna naranjas. Fruta. Sandía, jícama y melón, respectivamente, y llegan a su punto final en un plato colocado sobre el esquinero de la salita, en donde un elegante coctel está listo para ser desayunado. No puedo resistir la tentación, y me abro paso entre los gusanos que siguen moviéndose en la puerta para llegar hasta donde está el coctel. Tengo que observar varias veces la transformación. Cientos de gusanos moviéndose para volverse fruta. Cientos de seres repugnantes preparándose para volverse una tentación al sentido del gusto. Tomo un trozo de melón para sentirlo y olerlo, y puedo corroborar que es melón y no otra cosa. Sólo melón. Ningún rastro de los gusanos. Ninguna señal de los bloques tornasolados de color cambiante. El jugo del melón empieza a escurrir por mis manos, y no puedo evitar succionarlo, y entonces puedo comprobar que el sabor es delicioso. Muerdo el trozo de melón, y corroboro que jamás he probado uno de tan buen sabor. Lo mastico bien para no arriesgarme a que en mi boca se le ocurra recuperar su forma de uno o varios gusanos. Luego pruebo la sandía. Luego la jícama. Las mejores que haya probado, al punto de que apenas si recuerdo que vine por un refresco. Ahora que ya salgo de allí, la única duda que me sigue asaltando es qué fue lo que comí. Fruta o gusanos. Creo que me da igual, porque ningún pedazo de fruto intentó huir de mi boca arrastrándose. Y en el peor de los escenarios, en vez de haber ingerido una buena dosis de vitaminas, ingerí una buena dosis de proteínas.
Buen provecho.

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