viernes, 4 de abril de 2008

EL DRAGÓN

Lo terrible del caso es que nadie me cree. Y ahí está, en el jardín. Sí, admito que su color es un excelente ejemplo de mimetismo nocturno, de tal manera que los tonos verde oscuro de su escamosa piel logran un buen camuflaje con el pasto y las hojas de los árboles, pero de todos modos es un dragón, y de bastante buen tamaño, así que no hay justificación para no verlo. Acecha, vigila, espera. No cabe duda: es peligroso. Y nadie me cree.
Me cansé de dar la voz de alarma en la casa, y lo único que logré fue que me dijeran de todo: baboso, exagerado, beodo, catastrofista, torpe ominoso, pájaro de mal agüero, marica. Entonces les recordé que la vez anterior fue igual: un dragón acechando, vigilando y esperando, y la familia diciéndome baboso, exagerado, beodo, catastrofista, torpe ominoso, pájaro de mal agüero y marica. Luego se vino el pandemonium correspondiente a la singular ocasión de tener un dragón en el jardín, y, aunque parezca increíble, otra vez no me creen.
Estoy de acuerdo en que tener un dragón en un jardín de Cuernavaca no es normal. Tal vez lo sería en un jardín de Escocia. O de China. Pero ¿aquí? El clima de Cuernavaca debería resultarle molesto al dragón, creo yo. Pero el maldito se comporta muy ufano al respecto, y no deja de rezumar sus perversos planes. Estoy seguro. En consecuencia, y con el permiso del resto de mi imprudente familia, procedo a esconderme. Digo, porque ya sé que sigue: la llegada de los guerreros y la lluvia de flechas. No sirve de mucho, porque—todos sabemos—los dragones tienen una piel fuerte e impenetrable para las flechas. Pero de todos modos lo intentan, como si se tratara de una tradición que no se debe perder. Digamos que juegan a que es parte del sentido de identidad de los dragones y de los guerreros que combaten dragones. Un dragón agazapado en un jardín que no es atacado por una lluvia de inútiles flechas, no puede jactarse de ser un buen dragón. Y un destacamento de guerreros que ataca dragones no puede engrosar su currículum si no lanza una buena lluvia de flechas antes de intentar hacerle algo serio al monstruo.
Claro, las flechas dejan la casa hecha un desastre. Ponerle orden a una vivienda después de un momento como ese es un verdadero infierno, aún cuando el dragón tome una política moderada y solamente se retire. Pero si opta por disparar fuego, además hay que volver a pintarlo todo.
Espero. Pacientemente. Todo ese ruido que inunda la calle y el jardín, seguramente es la lluvia de flechas. Toda esa luz que entra por ventanas y rendijas debe ser el dragón defendiéndose. Todos esos muebles volteados y platos rompiéndose en el piso deben ser mis familiares, que huyen despavoridos buscando un refugio. Ese sonido de agua corriendo por alguno de los inodoros del baño debe ser mi hermano, que suele cagarse cuando este tipo de situaciones suceden en su jardín (es que es muy impresionable).
Y ahora, todo ese silencio no sé qué es. Menos aún si es bueno o malo. Supongo que alguien murió, pero para saber si fue el dragón o los guerreros tendré que salir a la calle para echar un vistazo.
Sin más alternativa, tomo un buen cuchillo de la cocina. Uno que parece cebollero. Ya sé que no puedo matar al dragón con eso, pero por lo menos, si intenta comerme, le haré un buen corte en el paladar o en la mucosa de la boca. Digamos que para dejarle un recuerdo. Con un poco de suerte, igual y le sale un fuego (vaya idiotez: imagínense a un dragón contándole a sus amigos que no soporta el dolor en la boca porque le salió un fuego).
Me voy a asomar por el lado de la calle, porque no puedo arribar directamente al jardín desde la casa. Si lo hago y el dragón sigue vivo, seré presa fácil. Más fácil, me imagino, que los guerreros carbonizados entre los que ahora voy caminando. Sus armaduras y cotas de malla se han fundido sobre sus cadáveres, y las imágenes de sus esqueletos sosteniendo la inverosímil ropa fundida que ahora llevan es un espectáculo espectral, valga la cacofonía. Buena pregunta: ¿Para qué las armaduras? No protegen de un dragón. De hecho, son contraproducentes. Lo alentan a uno y además son mortales en caso de derretimiento. Da igual. No hay nadie a quien le pueda sugerir un cambio de política al respecto.
Vaya cuadro terrorífico. Algunos guerreros conservan la postura corporal de haber estado apuntando sus armas cuando una onda de calor los aniquiló, e incluso uno que otro mantiene el rictus de pavor con el que se despidieron de la vida una cálida noche en Cuernavaca. El punto de cocción alcanzado fue excesivo. Apenas se pone un dedo sobre cualquier cráneo que se asome del casco, y el hueso se hace polvo.
Ya he llegado al jardín por el extremo de la cochera. El dragón se ve ileso. Ni un maldito rasguño, pese a que hay flechas por todo el pasto, y los árboles parecieran haber sido atacados por una epidemia de ramitas. El dragón no me ha visto, porque está de espaldas. No veo bien que hace, y me intriga porque no parece conservar su actitud vigilante. Así que lo empiezo a rodear con el mayor sigilo posible.
Ah, claro. Está hablando por teléfono en la cabina de monedas que mi hermano tiene instalada en una esquina de su jardín. No es frecuente ver a un dragón haciendo telefonemas, así que voy a acercarme para ver qué dice.
- Seguro, seguro. Cuestión de tiempo. No se preocupen. Ya casi tengo tomada la casa.
Claro, obviamente lo que este dragón viene planeando desde hace tiempo es tomar la casa. ¿Para qué? Quien sabe. Se lo voy a preguntar, aprovechando que al pisar una de las flechas, el ruido de la madera rota lo ha puesto en alerta y se ha volteado con una agilidad admirable, y me ha tomado con una de sus garras, acercándome a su rostro para inspeccionarme. Parece que parezco un buen bocado. Pero no pienso morir con la duda del por qué su interés especial por esta casa.
- El teléfono, por supuesto. Es la casa con teléfono de monedas más cercana a mi guarida. Tú no sabes cuanto subes de categoría, como dragón, cuando tienes casa con teléfono de monedas.
Buen punto. También los dragones tienen su lucha de clases sociales, y parece que la resuelven por teléfono. Ahora sólo espero despertar pronto, porque ya ha abierto la boca y estoy a punto de ser introducido. Y ni siquiera traigo el cuchillo, que se me cayó cuando fui capturado. Lo único que me llega es un fétido olor a azufre, que no sé si se debe a todo el fuego que disparó hace rato, si es su aliento normal, o si a esto huele la muerte.
Simplemente me digo a mi mismo: va a doler.

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