viernes, 4 de abril de 2008

DESTILADO DE HENEQUÉN

- ¿A qué te refieres con “destilado de henequén”?
La cara de Isaac fue todo un registro orgánico de la sorpresa humana. Me sobraron ganas de fotografiarlo, o hasta de hacerle una máscara que inmortalizara esa expresión.
- Licor de mecate, vaya. Agarras una cuerda, de esas de tendedero, y preparas una bebida alcohólica con ella. Sólo pones a hervir agua en una cacerolota, pones ahí la reata, y ya que está lista la infusión, agregas alcohol del 96 y lo revuelves. Luego lo envasas de tal manera que parezca tequila, y se lo sirves como tal a los parroquianos borrachos. No sienten la diferencia, y el margen de ganancia es mayor.
Feigha tampoco quedó convencida. Y no los culpé por ello. El asunto era demasiado estúpido como para ser verosímil, aunque no dejaba de ser cierto. El mencionado licor de mecate era un sustituto de tequila que el amigo de un tío de Andrés, propietario de una cantina localizada en algún pueblo de Michoacán, preparaba para incrementar sus ingresos.
Se me quedaron viendo con esa expresión de que odiosito eres cuando sales con tus comentarios irritantitos (así con el adjetivo en diminutivo; suele pasarnos a los hijos de emigrantes que nunca llegaron a dominar el español). Aunque ya sabían que me daba igual. Que, incluso, siempre me ha encantado reírme de ellos, porque todo ese anecdotario que me ha conseguido mi vida bohemia y nada ortodoxa, siempre los ha dejado con una sensación de incomodidad. Ellos, tan buenos judíos. Tan fresas. Tan correctos. Tan aparentemente ajenos a mí.

¿Cómo rayos logré hacerme amigo de ellos? Misterio. Yo y aquella crisis mística que me obligó a frecuentar otra vez la sinagoga, si bien todo el tiempo supe del riesgo de encontrar gente como ellos. Digo, son lindos aunque algo acartonados. Bueno, incluso confieso que Feigha, más que linda, me resulta muy atractiva. Esos ojotes, esa narizota. Ni modo, me gustan las mujeres estilo Barbra Streisand, y desde que la conocí sigo recriminándome el por qué me tarde tanto en reaparecerme por los centros comunitarios judíos. Pero bueno, ya que estaba ahí sentado frente a ella, y además coqueteándole con mi anecdotario baboso, me puse a pensar qué otra jalada me sacaría de la manga esa noche. Algo que lograra que se me quedara viendo con esos ojazos calibre 45, que demostraban que ya se había dado cuenta de mi existencia. Y que también exhibían que yo le resultaba fascinante, como no.
Aunque primero tenía que resolver otro problema: mis primos. Los temibles hermanos Levinstein. Esos que todo lo volvían negocio, producto, mercancía. Esos que nunca se pudieron comer una torta en los recreos de la primaria porque siempre las vendían (confieso que hubo veces en que yo mismo compré las tres; desde entonces me acostumbré a vivir con kilos de más). Esos que en ese inoportuno momento, me empezaban a invadir con preguntas de un tema que ya no le interesaba ni a Isaac ni a Feigha, y justo cuando a mí sólo me interesaba Feigha.
- ¿Dices que eso lo prepara un tío de Andrés?—palabras de mi primo Mendel.
- Sí. ¿Por qué?—respondí impaciente.
- ¿Recuerdas en qué pueblo?
- ¡Claro que no! Cualquier pueblo de Michoacán, Los Reyes, Cotija, Tocumbo, yo qué sé—mi cara era un contundente ya cállate.
No creo que se haya dado cuenta, pero de cualquier modo se calló y se quedó pensativo. Naturalmente, Isaac y Feigha ya estaban platicando de otra cosa. Estaba a punto de invadir su conversación, cuando Zalman invadió la mía (como siempre, antes de que pudiera iniciarla).
- ¿Pero recuerdas la receta?
- Ya lo dije: agua, alcohol, mecates. No me pidas las dosis exactas—contesté sin separar los dientes.
- ¿Y conoces el precio?
La mirada que le dirigí a mi primo fue fulminante. Estaba a punto de ahorcarlo. Mis dientes permanecieron juntos, en una evidente tensión rayana en lo homicida.
- Sólo sé que es más rentable que el tequila.
Justo en ese momento, Feigha estaba parada junto a mí despidiéndose. Tuve la sensación de que mis primos no iban a sobrevivir, pero afortunadamente para ellos, el rabino también pasó despidiéndose y eso me distrajo unos segundos. Cuando reaccioné, esos tres canallas habían huido del lugar.
Los tres se ausentaron la siguiente semana. Eso nos extrañó, porque de todo el pequeño grupo que nos juntábamos allí, ellos eran los más devotos. De cualquier modo, el asunto no me pareció preocupante y me dediqué a seguir mi coquetería con Feigha, que esa vez sólo tardó quince minutos en despedirse de mí en un genuino gesto de timidez, a todas luces para no exponerse a que me diera cuenta que ya casi la conquistaba. Sin embargo, durante dos semanas más continuamos sin saber nada de Mendel, Zalman y Schmelke—el otro rufián—, y entonces llamé a Janna, su hermana, para pedir razón del singular trío.
Estaban enfermos. Y la voz de Janna reflejaba cierta preocupación. Me contó que dos semanas atrás habían llegado notablemente excitados de la sinagoga. Pasaron el resto del Shabat rezando como de costumbre, pero apenas se despertaron el domingo, se fueron de compras al mercado de Polanquito, de donde regresaron con mecates, estropajos y vodka. Luego se encerraron en la cochera de la casa, y cuando salieron de allí ya bien entrada la tarde, estaban completamente borrachos. Janna y su mamá encontraron en el garage una cacerola con un brebaje color café que apestaba a alcohol, en el cual estaban flotando los estropajos. En el piso había pedazos de mecate con marcas de haber sido masticados.
Los tres estuvieron en cama durante varios días, con fuertes dolores estomacales, y tan pronto lograron levantarse de su obligado reposo, se pusieron a investigar los precios de los boletos de autobús a diferentes lugares de Michoacán. Y de repente, sin más ni más, dos días después de que hablé con Janna se largaron.
Tal como me lo temía, en ese momento supe que mis primos estaban deambulando por una de las más complejas provincias del país buscando la receta de una bebida absurda, y todo para ganarle unos pesos a la venta de tequila. Joder, ni siquiera tenían una cantina. ¿Qué diablos pretendían ese trío de idiotas?
No supimos de ellos durante casi un año, pese a que se pusieron anuncios con sus fotos por todos lados, e incluso los servicios a la comunidad de Canal 5 solicitaron apoyo para encontrarlos.

Una ominosa madrugada mi teléfono sonó. Desperté enfadado y contesté casi dormido, aunque al escuchar la voz de Schmelke tanto el enojo como el sueño desaparecieron (más tarde regresarían, y en dosis exageradas).
- ¡Primo! ¡Primo! ¡Ven por nosotros!
- ¿Dónde? Mierda, Schmuel. ¿Dónde mierda están?
- En la terminal de Observatorio. ¡Lo tenemos! ¡Lo tenemos!
- ¿Qué? ¿Tienen qué?
Clic.
Como pude tomé un taxi y llegué cerca de las tres y media a esa horrorosa terminal de autobuses, que me pareció más sórdida que de costumbre. No sabía donde buscar a esos tres imbéciles, pero tampoco me costó trabajo dar con ellos. No se habían afeitado en un año, así que parecían tomados de una foto de inmigrantes judíos rusos paupérrimos arribando a Nueva York en 1900. Incluso los veía en blanco y negro. Era muy evidente que sus maletas de equipaje no traían ropa. Lo que se insinuaba dentro de ellas eran botellas.
Botellas. El asunto empezó a olerme mal, pero luego comprobé que se debía a que seguramente llevaban meses sin bañarse. Y además, se obstinaban en seguir sudando: mientras Zalman cantaba y palmeaba algo que me recordó al Violinista en el Tejado, Mendel y Schmelke bailaban y brincaban con furor jasídico. Los subí a un taxi y me los llevé a mi casa. Durante todo el viaje Mendel hablaba sin parar y sin darse a entender, mientras los otros dos seguían cantando toda clase de música judía festiva, y todo en yiddisch, por supuesto.
Llegando a la casa les ofrecí de cenar. Craso error, porque lo hicieron como si hubieran dejado de probar bocado antes de afeitarse o bañarse por última vez, y en poco menos de media hora habían arrasado con todas las provisiones de mi refrigerador. Tuve que ir a un Oxxo a buscar algo para que siguieran botaneando, y ya un poco más tranquilos me empezaron a contar su maravillosa—épica, dijeron en un momento de pasión—travesía. Habían empezado por la zona de Uruapan, y estuvieron varios meses deambulando por allí. En Cotija aprendieron a preparar queso y en Tocumbo paletas, y poco a poco se fueron desplazando hacia el Estado de México. Cuando ya daban por hecho que no iban a tener éxito en encontrar a alguien que les enseñara a preparar el famoso (¿famoso?) destilado de henequén, llegaron a la zona de Zacapuato, Bejucos y Tejupilco. Fue en el primero de esos pueblos donde un viejo cantinero les vendió la receta a cambio de un trozo de queso preparado por ellos mismos.
Intenté hacer entender a Mendel que todo eso del destilado de henequén era una estupidez, y que más estúpidos eran ellos por haber desperdiciado el trozo de queso y un año de sus vidas vagando como tontos por todo Michoacán, y que además eran unos desconsiderados por habernos mantenido en ascuas a todos sus familiares. Fue la primera vez que escuché gritar a Mendel, normalmente tan alegre e incluso tímido. Sin embargo, estaba fuera de sí. Me reclamó que era un ciego, un necio y un mal judío, y que por lo tanto iba a ser sometido a un duro trato por parte de Dios. Me siguió hasta mi recámara diciéndome toda clase de improperios semíticos y teutónicos, y tuve que cerrarle la puerta en las narices. Eran casi las cinco de la mañana, y yo tenía que levantarme a las seis para irme a dar clases.
De todos modos no pude dormir. Ese trío de idiotas siguió cantando y bailando, y se fueron de mi casa apenas un poco antes de que me parara a bañar. Me metí debajo de un horroroso chorro de agua fría—tanto ajetreo hizo que olvidara pararme a encender el boiler—y luego intenté desayunar, cosa que no logré gracias que el apetito feroz de mis familiares había sentenciado a la extinción todas mis reservas de comida. A las siete y media estaba intentando dar una clase de Historia, mareado, agonizando de hambre, y con la terrible sensación de que me iba a dar gastritis.

Un mes después, el médico me diagnosticó gastritis. Lo peor del caso fue que ni siquiera se debió a mis malos hábitos alimenticios, sino a una fuerte crisis nerviosa. No quise entrar en detalles con el galeno (candidato a suegro de Zalman, por cierto), pero lo que me tenía profundamente molesto con la vida fue que un tío materno de esos tres idiotas había hecho un análisis de laboratorio del maldito menjurje que se habían conseguido en Zacapuato, y estaba bastante impresionado con el resultado.
Una cosa quedó clara, y gracias a eso fui reivindicado como judío delante de mis primos: la bebida que traían de su Odisea no era un licor tradicional michoacano. Vaya, ni siquiera era un licor, era una porquería. Resulta que se habían metido a una cantina en Zacapuato, y su olor y extraña apariencia estaban espantando a los clientes, que seguramente nunca habían visto a un judío. Menos aún a tres. El cantinero, fastidiado y preocupado porque la clientela se le iba, y sólo por salir del paso lo más rápido posible, le había enseñado a Mendel a preparar un brebaje a base de agua, alcohol, estropajo, cáscaras de aguacate, huesos de pollo, cenizas de tortilla y pan viejo. Mohoso, de preferencia. El cantinero se sorprendió (joder, ¿quién no?) de que dicho mamotreto líquido dejara satisfechos—e incluso fascinados—a los tres desagradables forasteros, que insistieron en pagarle con un trozo de queso Cotija. El cantinero lo aceptó, aunque luego se rumoró en la prensa sensacionalista que lo había hecho sólo porque intuyó que ese queso le iba a encantar a los ratones que merodeaban en su negocio, y que le resultaban muy simpáticos.
Lo fastidioso del asunto fue que el tío de esos tres descubrió elementos para afirmar que el compuesto tenía usos medicinales. Después de haber mezclado un poco del “licor” con reactivos químicos, unas gotas cayeron por accidente en un pedazo de tumor canceroso que también estaban analizando, y el tumor se evaporó, literalmente, en cosa de segundos. Una vez acordados los términos de la sociedad entre el laboratorio (propiedad de la familia materna de mis primos) y los tres descubridores de tan interesante receta, patentaron un producto inicial que poco a poco fue conquistando el corazoncito de los oncólogos, y ya se ha rumorado seriamente que estos vagos van a recibir el Premio Nobel de medicina.
En una de tantas festivas borracheras, por si fuera poco, Janna se equivocó al preparar el licuado que su esposo se iba a tomar antes de dormirse. Tenía que hacerlo con avena y no sé qué complemento alimenticio, y resultó que lo hizo con mi vaso de pulque—abandonado allí accidentalmente—y el extraño compuesto en su presentación en polvo preparada por los laboratorios familiares. Ni hablar, la mujer estaba pedísima.
Su esposo no sólo se recuperó instantáneamente de su embriaguez—que también era feroz—sino que aparte logró una erección que le duró más de cinco horas, pese a que sólo se había tomado la mitad del licuado. En una breve pausa para tomar aire, a mi prima se le ocurrió tomar también un poco de licuado, y media hora después sus zonas erógenas estaban en un delicioso corto circuito.
Al día siguiente, Janna me preguntó dónde había conseguido yo ese pulque, y la mandé a una pulquería espantosa por la calle de Moneda, en el centro. Janna empezó a comprar pulque—que ni siquiera resultó ser pulque de maguey, sino extracto de cactus—en cantidades industriales, y pronto los laboratorios de su tío estaban anunciando la salida al mercado de un nuevo afrodisíaco natural.
El siguiente descubrimiento estuvo a cargo de Mendel, y todo porque siempre ha sido un condenado ocioso. Se le ocurrió que su viejo perro podía verse beneficiado con el brebaje sexoso, pero no consiguió convencerlo de que lo tomara, porque el aspecto era bastante repugnante, y es que la consistencia era más de pomada que de bebida. Por lo tanto, la sutil lógica de Mendel le sugirió que lo usara como pomada, y tuvo el valor de untarlo en los testículos de su viejo labrador dorado, que se pasó los tres días siguientes cogiéndose a su pareja—que estaba en celo, claro—. El resultado fue una sorprendente camada de doce perritos llenos de salud y vigor, y endemoniadamente monos, que fueron rápidamente vendidos en varios miles de pesos cada uno en la entrada del bazar de Pericoapa.
Mendel—tan lógico él—inmediatamente compró una pareja de Bull Dogs, una de Bull Terriers, una de Afganos y una de Akitas, que pronto estuvieron procreando a razón de cuatro camadas por año, con un promedio de doce crías por camada. Naturalmente, no me quise enterar del promedio de miles de pesos por cría, que se incrementó notablemente cuando mi primo incluyó en su mascotario gatos persas y de angora.
Zalman—siempre más lógico que Mendel—optó por aguantarse el asco—siempre también más decoroso que Mendel—y empezó a untar el brebaje convertido en pomada en las partes nobles de especies cuya venta estaba prohibida por estar en peligro de extinción (no se cómo rayos encontró las partes nobles de las aves y los reptiles con los que estuvo conviviendo). Cuando la policía descubrió que estaba traficando con especies protegidas, fue detenido. Sin embargo, la SEMARNAT se quedó sorprendida de que el número de animales decomisados en el jardín de Zalman superara al de varias reservas ecológicas del país, y empezaron a sospechar que no valía la pena arrestar a ese interesante judío, sino comprarle su mentada pomada. Greenpeace estuvo totalmente de acuerdo, e incluso empezó a levantar una colecta por internet para adquirir pomada para varias especies de aves y reptiles en riesgo de extinguirse, que por primera vez en muchos años empezaban a vislumbrar una esperanza de sobrevivir.
Schmelke—menos lógico que sus hermanos, pero infinitamente más suertudo—logró el mejor golpe de todos al introducirse a la jaula del rinoceronte en un zoológico. Admirable el muchacho, porque acercarse a los testículos de semejante bestia y untarle la mugrosa mezcla no fue fácil, pero el resultado fue inmejorable: el animal entró en un estado de excitación incontrolable, y cuando los guardias del lugar se abalanzaron sobre Schmelke para detenerlo, el rinoceronte atacó y violó a uno de ellos, que tuvo que ser operado de emergencia para una reconstrucción de colon. Además, el intestino grueso le quedó gruesísimo.
Cierto que Schmelke fue imprudente al no cerciorarse de que hubiera una hembra de rinoceronte cerca, pero el asunto llamó la atención de todas las organizaciones ambientalistas y pronto, además de las grullas y las iguanas de Zalman, leones, tigres de bengala, águilas de cabeza blanca y todo tipo de bichos estaban reproduciéndose felizmente.
Por entonces me encontré a Thali, una exnovia de la preparatoria, y me contó que le estaba yendo notablemente bien con su negocio de cría de conejos. Se los compraban varios restaurantes, y además la piel servía para hacer bolsitas, monederitos y mugres de esas. Las patas, por supuesto, terminaban siendo acondicionadas como llaveros de la buena suerte. Me propuse convertirme en el zar del tráfico de conejos, aprovechando que sabía cómo preparar ese brebaje y donde conseguir el pulque.
Compré tres parejas (al ritmo que se podrían reproducir, estaba seguro de que volverme millonario era cosa de medio año), y empecé mi negocio. La primera noche fue terrible. Estuve persiguiendo a los malditos conejos durante dos horas, porque ni siquiera sabía cuales eran machos y cuales hembras. Al final opté por untar a todos, y me senté a esperar a que la feroz excitación empezara. Incluso, estaba dispuesto a ver follar toda la noche a mis orejudas minas de oro.
Extrañamente, nada sucedió. Los conejos más bien parecieron aletargarse, y todavía con la esperanza de que el asunto requiriera de más tiempo para funcionar, encendí el televisor. No había nada mejor que la barra nocturna del canal 40—joder, soy pobre y no tengo cable—y veinte minutos después ya estaba dormido. Desperté a eso de las dos de la mañana, y para mi sorpresa, los estúpidos conejos, en vez de estar follando y volviéndome millonario, estaban concentradísimos viendo la televisión. Apagué el aparato, pero uno de los conejos brincó y me mordió una mano. Inseguro y dubitativo, cedí y les volví a encender la tele, y todos volvieron a ser simpáticas bolitas de pelo gris o café.
Resignado a que mis seis conejos se reproducirían a una velocidad mediocremente normal, supuse que de todos modos el negocio podía ser mediocremente bueno. Lamentablemente, mis seis mascotas huyeron tres noches después a casa de un vecino que sí tiene SKY, y que en una de esas me contó que el brebaje mágico (él lo compraba para usarlo con su esposa, pero pronto también empezó a comprarlo para los conejos) había logrado un efecto sensacional con los animales. Ya había logrado entrenar a dos para que encendieran el televisor y manejaran el control remoto. Pronto empezó a enseñar una gama interminable de trucos a los conejos, y puso una especie de circo por internet. Al principio subía sus videos a Youtube, pero llegó un momento en que tuvo su propia página. Sus ganancias por patrocinios fueron enormes, y por cierto, los principales patrocinadores fueron mis primos. Hubo un clip que se hizo particularmente famoso: la historia de como mis primos dieron con el milagroso brebaje presentada como una película muda, en blanco y negro, y transmitida en un cinito en el cual todos los asistentes son conejos atentos, disciplinados y fascinados con el celuloide. Incluso, se ve como compran boletos en la taquilla y como van a la dulcería para adquirir gaseosas sabor cola, de una importante marca trasnacional que también apoyó financieramente el proyecto. Luego vino el primer largometraje, que se antojaba una babosada: todo basado en conejos que ven la televisión. Sin embargo, mi vecino resultó ser un lúcido y feroz crítico del sistema comercial de los medios masivos, y su película en realidad fue una salvaje burla de la enajenación a la que llegan los espectadores, exhibidos en su incapacidad de ser más listos que los conejos. El impacto del filme fue tal que se exhibió en Cannes fuera de concurso—afortunadamente; gana un premio y me doy un tiro—, Berlín y no se cuanto festival más.

Me consuela pensar que Andrés se puso peor que yo. No soportó que todo fuera por culpa de ese estúpido amigo de su papá que les daba destilado de henequén a sus clientes para ganarse unos pesos más en su cantina. Claro, me consideraba más entupido a mí por haberle regalado la idea a mis primos, y más aún por haberle regalado los conejos al vecino.
Fue perdiendo el juicio paulatinamente, y una tarde llegó a su casa a intentar preparar el licor. No consiguió una cuerda de fibra de agave, y en su desesperación utilizó una reata de plástico. Tampoco esperó a que hirviera la mezcla de agua y alcohol, y se la bebió sin más ni más. Estando completamente ebrio, se comió un pedazo de la reata, y el médico tuvo que extraerle 12 centímetros de intestino. Luego, como consecuencia de la depresión y los daños al sistema digestivo y urinario, empezó a presentar disfunción eréctil. Sin embargo, el médico le dijo que no había problema, y le recetó una pomada infalible. Al ver en la etiqueta tres barbones conocidos sonriendo y abrazados a un rinoceronte feliz, Andrés salió corriendo de su casa y se fue a vivir a la calle. Allí estuvo en condiciones de mendicidad durante varios meses, e incluso una vez reapareció en la sinagoga, en harapos y pidiendo con voz lastimera que se le regalara un poco de pan. Tuvo que someterse a una terapia sicológica muy fuerte, y debido a que estaba arruinado la tuvo que tomar en el ISSSTE, del que afortunadamente pude hacerlo derechohabiente sobornando a tres funcionarios.

Hace un par de meses tocaron a mi puerta. Era Zalman. Me abrazó y se reconcilió conmigo. Me pidió perdón por aquella intensa noche en la que Mendel me había llamado ciego y mal judío, me exoneró de los juicios de Dios e insistió repetidamente que yo era una bendición para toda la familia, y como gesto de gratitud me dejó un papelito con la dirección de una comunidad judía ultraortodoxa que necesitaba un organista para sus fiestas (bodas y todo eso). Había dado amplias recomendaciones favorables sobre mí, y estaban esperando a que me comunicara con ellos. Que seguramente, con ese trabajo ocasional podría asegurarme un buen sobresueldo. Luego me abrazó y me dijo que no era necesario que llorara, e incluso me ofreció un paquete de kleenex al que sólo le quedaban dos.
Anoche volvimos a salir Isaac, Feigha, un casi recuperado Andrés y yo—Feigha sigue comportándose tímida para no evidenciar que le gusto—. Fue una buena parranda. El único problema fue que al salir del bar en donde cenamos, llovía a cántaros. Estuvimos parados sobre Reforma durante varios minutos, y pese a que intentábamos guarecernos en una garita del transporte público, nos empapamos. Afortunadamente, pasaron Mendel, Zalman y Schmelke en su carro de lujo. Se detuvieron frente a nosotros, y justo cuando íbamos a abordar, Zalman me extendió un billete de cien pesos para pagar un taxi (que eventualmente me cobró ciento veinte). Esta vez fue Feigha la que me dijo que no era necesario que llorara—yo argumenté que era lluvia lo que me escurría por las mejillas—. Llegamos a mi casa, y nos bebimos una botella de anís que guardaba en la alacena (mi mamá lo prepara; es un licor cuya receta mi familia viene heredando desde hace varias generaciones).

Acabo de despertar y he corroborado que los resultados fueron desastrosos. Los cuatro nos quedamos dormidos en la sala. Andrés vomitó sobre la chamarra de Feigha. Mi pronóstico es un homicidio en las próximas horas. Y tengo un terrible dolor de cabeza.

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