sábado, 12 de abril de 2008

LA MUERTE A MANOS DE UN VAMPIRO

- Dicen que el proceso es doloroso.
- Sí, y lento en la mayoría de los casos.
- Cállense, carajo. Es deprimente.
Se quedan fijos. Como si no supieran si su inmovilidad es porque no quieren moverse o porque no pueden. La única sensación a la que le dedican una vaga atención de cuando en cuando, es al extraño frío que se siente en el centro de detención en donde están recluidos. El ventanal a prueba de fugas que los separa del mundo exterior, las luces de neón que iluminan el lugar de ese modo impersonal, artificial, hostil, y el continuo ir y venir de ellos, los otros. Mayoritariamente, los que administran el lugar, pero de cuando en cuando, los que llegan buscando una víctima. Y por eso saben que están en la antesala de la muerte. Su muerte.
- ¿Jamás hubo algún sobreviviente?
- Según se rumora en los pisos de abajo, es posible sobrevivir. Varias veces, inclusive. Pero me han contado que lo único que se logra con eso es repetir y repetir hasta el infinito el dolor.
- Así que sobrevivir es peor.
- Parece.
- De todos modos, quisiera intentarlo. Una vez, y entonces poder decidir si vale la pena o no.
- ¿Para qué? Sobrevivir no parece ser opcional. También escuché que ni siquiera piden tu opinión. Primero vacían tus entrañas criminalmente. Luego te mandan a alguna especie de laboratorio para que revivas. En el intermedio, tienen que hacerte un lavado para desintoxicarte. ¿Qué duele más? Quienes han conocido a los del piso inferior dicen que no hay una opinión homogénea. Algunos piensan que desangrarte es lo peor. Otros que la desintoxicación. Los menos, que cuando te reviven. Pero todo duele.
- Vaya, vaya. Informado, nos resultó el señor.
- ¿Qué más hacer? Desde que llegas a este maldito lugar sabes que tu destino es la muerte. Si intentas evadirte, de todas maneras te van a acabar. Así que mejor saber a qué se atiene uno, y si logras desarrollar el suficiente temple, tal vez puedas perderlo todo, menos el honor.
- Bueno, no lo pierdes todo. Según dicen.
- Ya sé. Generalmente sólo pierdes la cabeza.
- También tus entrañas que, precisamente, salen por la cabeza.
- ¿Salen? Que optimistas. No salen. Las sacan.
Siguen mirando. Detrás del cristal que no pueden traspasar, que no pueden abrir o cerrar, que los aprisiona y los frena, ven como van y vienen aquellos que ni siquiera importa quiénes son. Son los otros, los asesinos, los verdugos, los ansiosos por acabar con la esencia de su existencia.
- Dicen que sólo acaban con eso que podríamos llamar… la esencia.
- Cierto. Al cuerpo no le hacen nada.
- Vampirismo. Ni más ni menos.
- Revientan tu cabeza, luego absorben todo lo que puedan de ti.
- ¿La cabeza o el cuello?
- La cabeza, me parece.
- Aunque los de arriba dicen que te practican una trepanación.
- ¿Una qué?
- Joder, te hacen un hoyo en la cabeza. Y por ahí te extraen todo.
- Vampirismo. Ni menos ni más.
- Fuimos hechos para ser víctimas del vampirismo. Qué heroico.
- Qué sarcástico. No me parece heroico en lo más mínimo.
- Obvio que no. Nadie ha tenido las agallas para rebelarse.
- Supe de uno que logró brincar antes de que lo capturaran.
- ¿Brincar? ¿Hacia donde?
- Idiota. Si estás diciendo que los del piso de abajo dicen cosas, es porque hay un piso de abajo. Y ya te dije lo que dicen otros del piso de arriba. Así que hay un abajo y un arriba. Y eso te da la posibilidad de brincar.
- ¿Y qué le pasó?
- Reventó. Dicen que la caída fue lo suficientemente alta como para quedar hecho mierda en el piso.
- ¿Qué será peor?
- Yo preferiría morir así. No dejar que todos los líquidos vitales que me hacen un ser vivo sean chupados por un idiota vampiro gordo...
- ¿Por qué gordo?
- No me interrumpas, torpe. ¿No te has fijado que la mayoría de los malditos vampiros que nos atacan son gordos? Algunos están hechos unos verdaderos cerdos.
- Ya deja eso, carajo. Sigue con lo que estabas diciendo.
- Decía: me parece más digno quedar desparramado en el piso que ser víctima de un parásito.
- Pero también dicen que uno de nosotros intentó suicidarse. Y dicen que también fue brincando.
- ¿Y murió reventado?
- No. Dicen que cayó de cabeza, empezó a convulsionarse, y lo que lo mató fue un brutal vómito. Se desangró o algo así. Vinieron a recogerlo y lo llevaron directamente al depósito de cadáveres. Los muy malditos ni siquiera se tomaron la molestia de limpiarlo. Sólo se limpiaron sus puercas manos manchadas de sangre.
- Allá atrás hay un traumado que casi no habla. Dice que él vio morir a alguien así.
- ¿Otro suicida?
- No. Un accidentado. Parece que en automóvil.
- ¿Cómo?
- No sabe. No se dio cuenta. Un movimiento brusco, una pérdida de control, un golpe que no se espera nadie. Y de repente uno se convulsionó, se retorció, empezó el vómito, y todas sus vísceras, o por lo menos una buena parte, quedaron regadas por todos lados. Dice que todos quedaron manchados. Todos los que venían en el transporte, no hubo ninguno que saliera limpio de allí. Y luego los metieron acá. Cuando llegaban los vampiros por alguno, hacían una expresión de repugnancia. Parece que la sangre sólo les gusta cuando es extraída directamente del cuerpo, fresca y viva. Si te encuentran manchado, con costras, te someten a un brutal proceso de baño, sin ninguna delicadeza, sin ningún respeto, sin ningún honor. Y hasta que te sienten limpio, acaban contigo. Bueno, eso dice ese de hasta atrás.
- ¿Es el huraño ese que dicen que lleva aquí más tiempo que cualquier otro?
- Exacto. ¿No te has fijado en su hedor?
- Digo, huele raro, pero...
- Es un hedor insoportable. Huele a vísceras, a muerto. Ya estaba aquí cuando nos trajeron a los demás, y ningún vampiro lo ha escogido. Lo han tomado, pero inmediatamente se alejan de él y escogen a otro.
- Así que la peste de la muerte impregnada en tu cuerpo es la única forma probable de sobrevivir.

De pronto callan. Una silueta del otro lado del cristal empieza a acercarse. No es gordo, pero al caso da igual. Viene hacia ellos, con paso decidido. El enorme ventanal transparente se abre, y todos se quedan quietos, aterrorizados. El vampiro extiende una mano y empieza a palpar los cuerpos. Los siente, los acaricia, los reconoce. Luego se retira, balbucea algo incomprensible mientras el ventanal se vuelve a cerrar, y desaparece por la lejana puerta que apenas se ve.
- Joder. Lo único que faltaba. Que lo más próximo a la muerte tenga una connotación erótica. De eso si que no me habían hablado.
- Cierto. Casi me atrevería a decir que fue placentero.
- ¿A ti que tanto te tocó?
- Todo. Bueno, la cabeza no. Pero el frente, la espalda, el trasero, carajo, me agarró todo el cabrón.
- Interesante. Y, pregunto, ¿no será una especie de orgasmo el momento de morir? A fin de cuentas, es una especie de expulsión de líquidos.
- La expulsión de los “líquidos” que te dan la vida no me parece un orgasmo. Me parece un puto crimen.
- Y duele.
- ¿Y acaso el orgasmo no es dolor en cierto modo? Recuerden como empezó nuestra existencia. Quienes nos engendraron expulsaron sus líquidos vitales. Y es bien sabido que en un momento como ese cualquiera hace un ruido bárbaro. Momentos después, eternos para nosotros, insignificantes en el universo, estábamos aquí. Bueno, en el hogar original, de donde fuimos secuestrados y separados para venir a dar a este maldito lugar donde los vampiros trafican con nosotros.
- Qué poético. Quienes nos engendraron expulsaron sus líquidos vitales. Mamón. Eres un maldito charlatán mamón, debería...
- ¿Cómo sabes que hicieron ruido? Se sabe que algunos amantes hacen todo en silencio.
- ¡Mierda! ¿Qué se yo? ¿Quien sabe algo cierto sobre el nacimiento o sobre la muerte? Nos dijeron, nos contaron, nos platicaron. Nuestra miserable información no pasa de allí. Nadie recuerda el momento en que fue engendrado. Nadie recuerda si acaso el cuerpo fue primero, y luego el espíritu fue insuflado allí. Lo único que sabemos es que, en el momento en que despertó nuestra conciencia —y ni siquiera fue un momento, sino un proceso— nos rodeaba un ambiente familiar y que recordamos como perfecto. Rodeados de seres queridos, desconociendo lo que significaba salir a la brutalidad del mundo. Sin saber que a fin de cuentas sólo somos alimento para una horda de bestias inmisericordes. Dicen que desangrarnos y vaciarnos los hace felices. Dicen que la mayoría son gordos. Dicen que, dicen que, dicen que. Y nadie sabe nada, salvo que estamos aquí frente a este estúpido ventanal, esperando que venga alguien a matarnos. ¿Cómo llegamos aquí? ¿Qué importa? ¿Quien lo recuerda? ¿Quien entiende el por qué? Un día llegaron a casa, nos sacaron, nos formaron, nos integraron en grupos ordenados y nos subieron en un maldito camión o tren o yo qué sé, y nos fueron repartiendo en las diferentes estaciones de encarcelamiento, campos de concentración, antesalas de la muerte o como quieran llamarle. Lo único que nos permite ver este estúpido ventanal es que los vampiros van y vienen, llevándose a cualquiera de los que estamos aquí apresados. No importa nuestro color, nuestra estatura, nuestro peso. Cualquier día nos llega la hora y uno de esos parásitos nos toma. A veces nos lleva, a veces nos aniquila aquí mismo. En nuestra breve estancia en este maldito lugar ¿cuantos cadáveres no hemos visto caer al piso? Y los que surten a los vampiros sólo toman el cuerpo inerte, y sin ningún respeto o consideración se deshacen de él. Y luego llegan capataces y capataces, trayendo tantas futuras víctimas, que vienen con la mirada desconcertada, la expresión de pánico. Y uno con ganas de ir y decirles lo único que se puede decir: que no sabemos como llegamos a este mundo, y tampoco como nos vamos a ir de él. Sólo sabemos que si estamos aquí, es porque estamos a punto de morir.

Todos callan. No nada más los que estaban discutiendo al principio. La elocuencia del discurso ha dejado impactados a todos los que están bajo detención. Por un momento el frío propio del lugar parece sentirse de un modo más intenso, más hiriente, más letal.
- Lo que nos faltaba. Un filósofo existencialista. Eres un maldito mamón y...
- ¡Cállate, tarado!
- ¡Sí, cállate, cállate!
Todos gritan. Todos se agreden. Todos sufren. Hasta que alguien dice eso que nadie quiere oír. Eso que provoca pánico.
- Silencio. Viene uno.
Todos callan y voltean. Apenas les da tiempo. El ventanal se retira otra vez de ese modo que nadie termina de explicar como funciona, y el vampiro —tampoco es gordo— empieza el rito erótico de toquetear, sentir, palpar. Hace una expresión de autocomplacencia, y sujeta firmemente al más próximo al filósofo. La víctima ni siquiera logra oponerse. Sólo voltea tristemente, y con una mirada que parece perderse en la nada se despide de sus compañeros.
- Miren bien el rostro de ese vampiro. El rostro de la muerte será muy semejante cuando llegue el turno de cada uno de nosotros. Mírenlo bien como suda, como se ve ansioso por cometer el crimen. Por mantenerse vivo a costa de nuestra vida.
Todos ven en silencio. Como gesto extra de sadismo, el vampiro no se retira, y todos sus movimientos indican que va a acabar con su víctima en ese mismo lugar, delante de todos los incrédulos observadores que simplemente están enterándose un poco de cómo va a ser, eventualmente, su fin.
Una mano del vampiro se coloca estratégicamente en los hombros del condenado a muerte, mientras la otra toma firmemente la cabeza. Luego un movimiento rápido y certero. Estrangulamiento. Ni trepanación ni perforación. Le revienta el cuello. La cabeza cuelga flácida de un cuerpo al que todavía le queda un poco de vida que está a punto de irse. El vampiro acerca su boca a una enorme abertura que se ha hecho en la zona del cuello, y sin dejar que caiga una sola gota, empieza a absorber todo lo que alguna vez llenó de vida a alguien que ya ni siquiera parece lo que fue, que sólo es un cuerpo en sus estertores finales, y que ahora sólo sirve para satisfacer la criminal sed de un asesino.
Apenas unos segundos y todo termina. El vampiro levanta el cuerpo flácido e inerte de su víctima, y le dedica una sonrisa sádica y triunfal. Luego observa al resto de los detenidos detrás del ventanal con una expresión entre burlona e indiferente, da media vuelta, y con su descomunal fuerza lanza el cadáver a un lugar desde el cual se perciben otros cuerpos sin vida. De espaldas a todos los condenados a muerte, se va.
- Parece que es rápido.
- Pero algunos dicen que también puede ser lento.
El existencialista toma la palabra. Todos callan otra vez. Hay que escucharlo bien.
- Agradézcanle a Dios una cosa: no se nos concede recordar cómo llegamos al mundo, ni entender por qué llegamos al centro de detención. Pero se nos ha concedido ver como será el final. Detalles más, detalles menos. Pero básicamente sabemos de qué se trata.
- ¿De qué se trata qué?
- La muerte. La muerte a manos de un vampiro.

Sabina miró a Maurice. Estaba sorprendida.
- ¡Oye! Tenías calor.
- Todo el calor del mundo.
- Te lo acabaste de un trago.
- Ajah. Lo extraño fue que...
- ¿Qué?
- Casi puedo jurar que cuando saqué la Coca del refrigerador, los demás refrescos me veían con caras tristes. Como si tuvieran miedo.
- Estás loco.
- Te lo juro. Esos refrescos tenían miedo.

jueves, 10 de abril de 2008

LLUVIA EN EL CRISTAL

Otra gota. Choca contra el cristal y se queda fija, temblando, como si tuviera dudas, o como si estuviera a punto de tomar una decisión importante, o acaso buscando, sólo de reojo, a sus posibles cómplices. Por fin decide acercarse lentamente a otra gota, y una vez que se juntan, toman valor para seguir el viaje, perdiendo discreción y ganando desenfado, cada vez más hacia abajo donde otras gotas las esperan para integrarse al movimiento, hasta que logran soltarse en una vertiginosa caída libre, sólo limitada por las posibilidades que les da el vidrio, y durante la cual arrastran —ya no invitan— a otras tantas gotas que se van haciendo una, y que al caer dejan un rastro lineal, único registro que los demás podremos contemplar durante unos pocos segundos, para saber cual fue la ruta que siguieron en su colapso. Rastro lineal que, una vez terminada la caída, se descompone y se transforma en muchas gotas diminutas, quietas, fijas, sin el suficiente peso como para moverse, y que más tarde no servirán para que alguien pueda saber de la tragedia que sucedió. Tal vez para uno como observador externo sea una trivialidad, pero tal vez para cada una de esas gotas, mundos diminutos, sea todo un apocalipsis.
Como nuestro caso, por ejemplo.
Apenas si volteo hacia donde estás tú, como si me costara un gran trabajo, como si fuera un gran esfuerzo, jugando a que las gotas del cristal y sus caídas ejercen sobre mí una fascinación hipnótica, y no quiero perderme ninguno de los apocalipsis que están sucediendo todo el tiempo en la ventana, frente a nuestras propias narices. Luego juego a que salgo del trance por unos segundos, y te observo en silencio. Ya sé que tal vez no te importa, y que no vas a responder a mi mirada. Ya sé que no tiene sentido que te platique toda mi fantasía sobre gotas, caídas libres, rutas construidas, rutas perdidas, apocalipsis en miniatura. Ya sé que no me vas a hacer caso, porque hace mucho tiempo que la comunicación entre los dos murió, y con ello perdiste el interés en mis sutilezas internas, y yo perdí todo deseo de contártelas.
Y por eso, en este momento sólo yo contemplo la tragedia de las gotas, y me preocupo por ellas.
No me importaría que opinaras que es una de mis típicas obsesiones. Incluso, te preguntaría: ¿de qué lado estás en la tragedia de las gotas? ¿De que lado estás en nuestra tragedia?
Afuera hay gente yendo y viniendo. Corren, caminan, trotan de un lado para otro, intentando taparse un poco de la lluvia, aunque saben que no tiene caso, y entonces se entregan al agua, como si de ese modo consiguieran la energía necesaria para seguir con lo que hacen, apresurar lo que los ocupa. Algunos hablan, pero están del otro lado del cristal en el cual las gotas chocan, escurren y mueren ante mi mirada impávida. Están del otro lado de la tragedia, y supongo que por eso no los escucho ni me interesa hacerlo. Como tampoco te escucho a ti, a pesar de que estás de este lado de la ventana, sin saber de qué lado de la tragedia estás.
Me gustaría que, por lo menos en esta ocasión, volviéramos a estar del mismo lado.
Llámale demencia poética. O cursilería. De todos modos, acabo de ver como tres o cuatro gotas se acumularon en la parte superior de la ventana, y al desplomarse trazaron un surco largo, largo. Y lograron una velocidad poco usual para las gotas. Y yo quisiera que pudieras detenerte a contemplar esa tragedia con los mismos ojos que yo. Te observo en silencio, y supongo que lo más probable es que no quieras. O que ya no puedas.
Tal vez estás pensando en tu mamá. No lo dudo, porque el pleito que tuviste con ella hace unos minutos fue muy fuerte. Tal vez por eso, frente al mismo cristal, frente a la misma tragedia, perdiéndonos el uno al otro, ya no podemos comunicarnos, y yo me pongo a reflexionar sobre la caída de las gotas, y tú ni siquiera hablas. Hace unos momentos vi como una lágrima atravesó tu rostro mientras respirabas pausadamente, pero nunca me volteaste a ver, así que supongo que la lágrima no fue para mí.
Pero, curiosamente, gracias a esa lágrima descubrí la tragedia de las gotas, porque justo cuando iba a abandonarme al dolor que me desbarata por dentro, vi una gota líquida, brillante, cristalina, bajando por la pálida redondez de tu mejilla, y en ese momento vi que del otro lado de la ventana pasaba lo mismo, como si la lluvia también llorara su propia tragedia.
O como si llorara la nuestra. Como si las gotas también estuvieran viendo a través del vidrio, y contemplaran nuestro propio apocalipsis, en el cual nos vamos distanciando más y más, sin poder, sin querer hacer algo para volvernos a unir. Incluso, pareciera que están más atentas que toda la gente que afuera sigue yendo y viniendo, hablando y diciendo. Esa gente a la que no le ponemos mucha atención, a la que no escuchamos, como si supiéramos que la lluvia es la única que se puede entristecer profundamente al ver todo lo que de este lado del cristal también está muriendo.
En eso te pareces a las gotas de afuera, porque también has llorado. Sólo que lo has hecho fuera de mí. O lo has hecho excluyéndome de tu tristeza. Lo sé porque lo único que me dedicaste fue un grito. Lo hiciste como un reclamo de varios minutos, pero a fin de cuentas era tan sólo un grito que empezó desde el penoso desenlace de la comida en casa de tu mamá, con la discusión con tu hermana. Luego, salir cada quien por su lado, tú dando portazos y yo disculpas, seguido por la furia con la que arrancaste el autor, y la ira con la que tomaste el camino de regreso a casa. Y yo sin poder decirte nada, y quedarme quieta, dejándote respirar y esperando a que recuperaras la calma.
Lo último que te dije fue que te calmaras. Lo último que me dijiste fue un grito, que en esencia era el mismo que habías empezado con tu hermana, y que ahora le dabas conclusión conmigo.
Ya no volvimos a hablar, aunque poco a poco fuiste recuperando la calma. Tus duras facciones se fueron suavizando, y por momentos parecía que iba a decir algo. Fruncías un poco el ceño y acariciabas tu incipiente barba, pero te reservaste cualquier comentario bajo tu política de no discutir tus asuntos familiares conmigo.
Excluirme.
Sé que hubo un momento en el que estuviste a punto de llorar, porque vi como una lágrima se formó en tus ojos oscuros. Ya te habías relajado, ya manejabas tranquilo, prudente, como de costumbre. La lágrima estuvo a punto de caer, pero te resististe, y sé que lo hiciste sólo por orgullo, por no ceder a la fragilidad de llorar delante de mí. Y aunque ya estaba lloviendo, en ese momento no se me ocurrió que la lluvia fuera otra forma de llorar, y la ventana otro rostro por el cual se deslizan las lágrimas. Menos aún se me ocurrió pensar en la tragedia de las gotas de lluvia, y en cuanto se parecen esas lágrimas a las tuyas: se quedan quietas, se resisten a caer, tiemblan de frío o de timidez, y sólo emprenden su largo camino hacia abajo hasta que es inevitable.
Y hasta que eso inevitable empezó, me di cuenta de lo mucho que nos parecemos a las gotas. Primero percibí la mueca de terror en tu rostro, al tiempo que intentabas frenar para evitar el trailer que no pudo tomar la curva mojada y en declive, y que continuó su trayecto en línea recta para embestirnos junto con los tres carros que estaban detrás de nosotros.
Como si fuéramos gotas. Como si fuéramos lágrimas.
La de arriba pierde el control y se desmorona, arrastrando hacia abajo a las demás.
Ahora, lo único que percibo es este ominoso silencio. La gente afuera sigue yendo y viniendo, intentando ayudar, hablando, gritando y ordenando. Pero no los escucho. Mi única, mi última comunicación, es con la lluvia que llora del otro lado del cristal, que me deja atestiguar sus apocalípticas caídas, pero que también me deja envidiarla porque sé que esas gotas caen juntas. A diferencia de nosotros, que aunque caímos compartiendo el mismo auto y quedamos prensados en medio de los mismos hierros, tu lágrima no fue para mí, y quedé excluida de tu tragedia.
Ahora, tu vista simplemente se ha quedado fija, y has dejado de respirar, del mismo modo que me sucederá a mí en breves momentos.
He decidido que no moriré sola. Moriré con esas gotas que chocan con esta ventana estrellada que ha quedado a tres centímetros de mi rostro, que tiemblan durante unos segundos antes de acercarse tímidamente a algún cómplice, y esperando a ser las suficientes como para dejarse caer y perderse en el suelo, dejando un ambiguo rastro que no dará idea de quiénes fueron, donde estaban, de dónde venían.
Como nosotros.

martes, 8 de abril de 2008

NAÚFRAGO

Tiene un ligero declive en la parte inferior inmediata al punto donde sobresalen los iliacos. Es curioso, porque uno se tarda un buen rato en decidir qué es lo que sucede, lo cual no significa que todos obtengan la misma conclusión.
A mí se me ocurren dos posibilidades: es un defecto en la morfología de las pompas, que no son lo suficientemente redondas, o tiene los huesos de la cadera demasiado abiertos como consecuencia de uno o dos partos.
Cuando la vi con pantalón me incliné por la primera opción, pero al verla en traje de baño opté por la segunda. Y cada vez que he podido revisar con las manos o con la boca esa zona, me repito que nunca voy a saber qué es lo que no me termina de gustar de las pompas de esta mujer.
Hablar de ella es, inevitablemente, hablar de la historia de mis tres naufragios. Aquellos que justifican mi actual proceder. Aquellos que me robaron las referencias inmediatas y lejanas que definían lo que yo era como persona. Más aún, me robaron lo que me hacía humano entre los humanos: el lenguaje. Aún puedo hablar y escribir, pero sin saber si logro comunicarme. Peor aún, sin que me importe si le importa a mis semejantes.
Si acaso existen mis semejantes, o sólo son un recuerdo construido.

El primer naufragio fue instantáneo, aunque mis recuerdos son confusos e inconexos. Normal, si tomamos en cuenta que debí haber pasado por un fuerte proceso de shock. Recuerdo el ruido de la explosión del yate, y recuerdo mi esfuerzo por afianzarme a algo en el mar. Lo demás es azul, arriba y abajo. Recuerdo el día, recuerdo la noche, pero me resulta imposible saber cuántos fueron, porque la secuencia es la misma: uno detrás del otro. Recuerdo el hambre, la sed y el cansancio, y eso porque también recuerdo la seguridad que tuve de que iba a morir abrazado a ese pedazo de madera que me mantenía a flote.
Recuerdo la vista de palmeras a lo lejos, y mi inverosímil esfuerzo por nadar a lo que se me ocurrió que podía ser una playa. O un espejismo. Eran mis últimas fuerzas, y recuerdo que se me iban mientras me preguntaba si las palmeras eran reales o sólo producto de mi imaginación. Recuerdo que me daba igual. Si eran espejismo, sólo iba a adelantar mi inevitable muerte.
Pero resultaron reales, y recuerdo la sensación de arena en mis pies cuando, todavía dentro del agua, me pude incorporar para llegar caminando a una playa. Sensación que me obligó a enfrentarme a la increíble realidad de que estaba vivo.
Recuerdo, finalmente, que al desplomarme en la playa comprendí que mi sufrimiento, el verdadero sufrimiento, apenas comenzaba.
A partir de la mañana siguiente, cada momento de mi vida en esa isla está perfectamente claro en mi memoria, por más que mi psicoanalista insista en que deben ser recuerdos construidos. O que mis amigos me digan que es inverosímil. O que ella sienta repugnancia por lo que tantas veces he contado, y sea sólo la enfermiza relación que nos une la que haga que no salga corriendo de la recámara y entonces, con mis manos y mi boca, tenga la oportunidad de volver a revisar ese ligero declive que tiene en la parte inferior inmediata al punto en el que sobresalen los iliacos. El declive que estaba observando justo cuando el yate explotó.

Ella.
Fue lo primero que vi cuando en la mañana, al despertar tumbado en la playa, me levanté. Estaba apenas a unos tres o cuatro metros de mí, completamente inconsciente. Me acerqué a ella, y estuve tentado a revisar si estaba viva. Tomar su pulso, sentir su temperatura, esas cosas. Pero me di cuenta de que estaba semidesnuda, y opté por observar detenidamente el ligero declive debajo de los iliacos. Una vez que estuve seguro de que estaba desmayada y no dormida, y que tardaría en despertar, hice una rápida revisión manual de la piel en la zona. Luego la puse luego boca arriba, y fue cuando pude comprobar que el ancho de sus caderas bien podía ser consecuencia de la maternidad.
Con mis teorías al respecto un poco más claras y definidas, cedí al impulso de corroborar que estuviera viva. No sé tomar el pulso —joder, no soy médico o enfermera— ni en el cuello ni en las muñecas, así que opté por recostar mi cabeza sobre su exuberante busto para intentar escuchar su corazón.
Latía normal, pero de todos modos me quedé en esa posición suponiendo que debía estar seguro de que latía bien, aunque más tarde admití que sólo lo hice porque era el primer lugar cómodo en el que mi cabeza descansaba después de varias horas.
Me dormí un rato, y luego fui a buscar algo de comer. Cocos, por supuesto. Era lo único que podía identificar como comestible en ese lugar —diablos, no soy botánico o vendedora del mercado—. Al divisarlos en lo alto de las palmeras empecé a devanarme los sesos para resolver cómo iba a lograr bajarlos, pero tuve la fortuna de encontrar seis o siete tirados en el piso. Me importó un rábano si se habrían caído por estar ya demasiado maduros y decididos a convertirse en palmera, o porque los chillones changos que se escuchaban por todos lados los hubieran tirado. Al caso, eso resolvía el asunto de la comida para un día o dos, y eso para ambos (en realidad duraron más, porque la ración que le hubiera correspondido a ella ese primer día de nuestra vida en pareja quedó intacta, gracias a que no dejó de llorar todo el tiempo).
Cuando regresé junto a ella seguía desmayada, y entonces fue cuando decidí que era tiempo de despertarla. No fue difícil. Había algo de basura abandonada por alguna expedición anterior, y usé un envase de refresco para llevar algo de agua de mar hasta donde ella seguía tumbada, y se la vacié en la cara.
Tardó algunos minutos en empezar a cobrar sentido del tiempo y del espacio, y cuando la puse al tanto de lo que había pasado en el yate y de cómo había logrado sobrevivir yo (no sé cómo lo logró ella), tuvo un arrebato de histeria y empezó a gritar y correr por la playa, como si en algún rincón de la isla pudiera encontrar el yate o a su esposo muerto. Aventó arena hacia el mar, me aventó cocos a mí, y en su momento de mayor histeria aventó los cocos a la arena y a mí me aventó al mar. Afortunadamente, pude salir por mi propio pie, pese a que uno de los golpes que había recibido en un certero cocazo mantenía la inflamación de mi corteza cerebral próxima a la meningitis.
Tuve que esperar a que dejara de llorar por agotamiento —faltaba mucho para la resignación— para acercarme e intentar platicar con ella. Para ese momento, ya había logrado conseguir un par de piedras adecuadas para abrir los cocos, había saciado mi sed, y había comido suficiente como para pensar en paz.
Por supuesto, no me hizo caso a nada de lo que dije, pese a que eran temas de vital importancia. Había que encontrar un fuente de agua potable, revisar toda la playa para ver si había sobrevivido alguien o algo del yate, buscar un lugar donde pudiéramos dormir (fue el único punto en el que participó de la charla: me sentenció a que no iba a dormir conmigo, que era mujer casada), y cerciorarnos de que no hubiera peligros mortales rondando en cuatro patas en algún lugar de la isla.
Jugar a novela de Daniel Defoe, pues.
Lo más divertido que sucedió es que tuve que jugar solo durante los tres días en los cuales ella no se movió de la playa en la que habíamos aparecido, llorando y ensimismándose en su melancolía.
Pero el resultado no fue malo. Lo único que no logré fue encontrar un lugar cómodo para dormir. Hallé tres riachuelos con agua potable, y además peces. Todo era cuestión de ingenio para poder pescarlos. Igual que cazar gaviotas. Siguiendo changos encontré varios árboles frutales para no depender sólo de los cocos de las palmeras, y después de la tercera noche sin que nada nos atacara, supuse que no había nada peligroso por allí.
- Guacamayas y changos, aparte de las gaviotas y los peces —le contesté cuando por fin se le ocurrió preguntarme algo.
- ¿Son peligrosos?
La miré con ganas de decirle “no seas pendeja”, pero me controlé tomando en cuenta que acababa de salir de un trance emocional muy difícil. Contesté en broma, según yo.
- Uf, las guacamayas son terribles. Especialmente cuando se ponen a platicar.
Sigo sin dejar de felicitarme por el chiste. Ella estaba sentada comiendo su ración de coco, ligeramente encorvada. El chiste le pareció tan malo —o tal vez sólo tan inoportuno—, que se incorporó repentinamente para lanzarme un trozo del que seguía siendo nuestro único alimento. Eso provocó que su lastimado top terminara de romperse.
No lo había mencionado, pero si comía encorvada era porque su ropa estaba agujerada por todos lados. Sólo había conservado el top, un pants y una pantaleta bastante coqueta, que por el momento todavía no me había sido presentada.
El top estaba particularmente rasgado, y el esfuerzo de intentar agredirme terminó por partirlo. Sus dos petulantes y sensacionales senos salieron como queriendo atacarme también —cosa que hubiera celebrado más que Año Nuevo—, y si ella no se me lanzó a matar fue porque su pudor le obligó a encorvarse otra vez, taparse los senos con una mano, y la cara con la otra mientras se ponía a llorar por nonagentésima vez.
Claro, no se le ocurrió exigirme mi camiseta para vestirse. Estaba tan maltratada también que sus senos de todos modos hubieran hecho el resto de su vida afuera de la ropa.
Aparte de ello, mi guardarropa sólo incluía el short que llevaba puesto cuando explotó el yate. Afortunadamente, estaba bastante bien conservado, a diferencia de su pants, que tenía hoyos por varios lados, lo mismo que quemaduras provocadas —supongo— por la explosión.

Hasta ese momento estaba simplemente convencido de que iba a ser un lío adaptarme a la convivencia con esa mujer desquiciada. Luego descubrí que todavía no le conocía sus peores facetas.
El asunto sucedió cuando se acordó que le hacía falta un buen baño. En el mar no, por supuesto, porque la sal podía afectarle la piel (ya empezaba a aflorarle lo lady), y los riachuelos no eran lo suficientemente caudalosos como para lograr un baño cómodo. La lleve a una pequeña cascada que había encontrado en una de mis excursiones exploratorias. Me exigió que me retirara, porque de ninguna manera se iba a bañar con un voyeurista a menos de cinco metros. Le contesté amablemente que no me iba a ir, y ni siquiera a voltear, y que hiciera lo que se le pegara la gana.
Entonces, muy ufana sentenció que en ese caso no se iba a bañar. Que prefería ir a recolectar fruta.
- Bueno —le dije, y nos fuimos a conseguir insumos para el almuerzo y la comida.
Su pudor resultó mayor de lo que me imaginaba, y toda la mañana estuvo recogiendo fruta con un sólo brazo para poder ocultar sus pezones con el otro, y no fue sino hasta cuatro días después (siete desde que habíamos llegado a la isla) que la comezón en la cabeza y en ciertas partes del cuerpo pudieron más que su necia indisposición a que la viera desnuda.
Fue en ese lapso cuando empezó a abandonar su conducta histérica y dejó aflorar lo peor de sí misma: lo aristocrática. Nunca entendió que no había tiendas, restaurantes ni tarjetas de crédito a su nombre, y empezó a exigirme las mayores comodidades posibles.
De todos modos teníamos que acoplarnos el uno al otro. Sobrevivir sólo iba a ser más fácil así. Pese a eso, cuando logré acondicionar con ramitas un recoveco en las rocas de una loma, de tal modo que podía simular una cama, ella decidió unilateralmente que yo iba a dormir afuera, aunque allí hubieran cabido tres parejas de gordos de concurso.

Otra vez fue la naturaleza la que vino en mi auxilio y nos llevó a un punto mayor de comunicación: le bajó su regla.
Fue de noche, así que no se pudo prevenir, y sus últimas dos prendas quedaron fastidiadas. Y apestosísimas, por cierto. Tuvo que tirarlas, y luego sentenciarme:
- Vas a tener que darme tu short.
- Perfecto, pero entonces te vas a tener que acostumbrar a verme en pelotas por todos lados. Todo el tiempo.
Se quedó muda, como no decidiendo qué resultaba peor. Estuvo a punto de hacer un ademán con un brazo, pero logró dejarlos donde estaban: uno cubriendo sus senos, y el otro su pubis.
Y entonces el que perdió la compostura fui yo, y me quité el short y lo tiré a la fogata. Ella gritó y me maldijo, pero empezó a reírse. Había algo de nervioso en esa risa, pero por lo menos era el primer gesto de algo parecido a buen humor, y celebré que fuera en un momento en que los dos estábamos desnudos. Con el plus de que a partir de ese momento, íbamos a estar permanentemente desnudos (ella ya había intentado hacerse un sostén de hojas, pero aparte de corroborar que era una pésima costurera, lo único que logró fue que sus senos se llenaran de urticaria).
Durante el resto de la cena casi no hablamos. Un par de veces la descubrí mirando mi polla. Ambas veces se volteó sonrojada, poniendo cara de “no pasa nada, no estoy viendo nada”, como sin darse cuenta de que con esa actitud sólo hacía más divertido el asunto.
Esa noche decidí no volver a dormir fuera del recoveco de las ramitas. Ella ya se había acomodado cuando entré y me empecé a acomodar. Inmediatamente protestó.
- Oye, tú no puedes...
- Cállate.
Para mi sorpresa, resultó más obediente de lo que me imaginaba, y simplemente se acomodó boca arriba, como para no darme la espalda.
Se podía sentir su tensión, su nerviosismo, pero a esas alturas de la vida me daba igual. Empecé a sentir una erección cada vez más intensa, pero no quise voltearme ni ponerme boca abajo. Ni modo. Iba a tener que acostumbrarse a mi vida sin short.
Ella no se percató de que tenía la polla en un estado de dureza casi insoportable, pese a que estaba boca arriba. Mantenía los ojos cerrados y casi no se movía, pero en uno de los pocos movimientos que hizo con una mano, rozó accidentalmente mi glande.
- Ay, Dios...
Fue lo único que dijo, e inmediatamente retiró su mano como si la hubiera quemado(bueno, igual y la calciné; eran casi tres semanas de abstinencia mientras convivía con una mujer escultural —salvo por el detalle de los iliacos— en un estado progresivo de desnudez). Pensé que iba a salir corriendo del recoveco, pero, para mi sorpresa, permaneció allí.
Me volteé ligeramente para poder observar sus reacciones, y fui testigo del momento en que abrió los ojos, volteando discretamente para ver. Recuperó inmediatamente la compostura y volvió a cerrar los ojos, pero relajó su mano y la bajó de su vientre para volverla a poner sobre el colchón de ramas.
Me moví un poco, lo suficientemente como para acercarme un centímetro. Como coqueteó de cine. Ella entonces se sintió en más confianza y empezó a acercar su mano, hasta que hubo un suave contacto de sus dedos con mi cadera.
Entonces el que se sintió calcinado por el contacto fui yo, y tuve que hacer un esfuerzo monstruoso para controlar el suspiro (qué digo: el alarido).
Por su parte, ella dejó que lo que originalmente fue un dedo, se transformara en dos, luego tres, cuatro, y en un momento su mano estaba empezando a recorrer mi piel hasta llegar a la zona del vello púbico.
En ese momento se olvidó de todo pudor. Tomo mi polla tiesa con la mano y empezó a hacer movimientos de arriba hacia abajo. Estiré mi mano izquierda hacia ella, y puse dos dedos sobre el punto donde terminaba su cabello y empezaba la frente. Mis dos dedos empezaron a caminar como si fueran un señor chiquito, y mientras ella continuaba moviendo mi piel genital para arriba y para abajo, mi señor chiquito empezó a recorrer su nariz, su boca, su mentón y su cuello. Luego, mi diminuto alter ego volvió a ser mano para acariciar sus senos, y otra vez señor chiquito para recorrer el vientre y perderse en el vello púbico. Cuando llegaron a la segunda boca, la encontraron más húmeda que la primera, e inmediatamente se pusieron a hurgar para encontrar su clítoris.
Nuevamente fue ella quien tomó la iniciativa. Se incorporó de golpe, retirando mi mano, y se montó sobre mí. En ningún momento soltó mi pene. Solamente lo condujo al lugar exacto para que la penetración fuera instantánea, y lo demás fue vengarnos de la explosión del yate, de los días en los que nada más comíamos cocos, de la ropa batida en menstruación o quemada en fuego y de la soledad.
Al final, exhaustos, como si en ese momento el esfuerzo de follar se hubiera sólo sumado al esfuerzo de sobrevivir a una catástrofe, nos quedamos dormidos y abrazados. Incluso, nos dimos tiempo para besarnos con una ternura que pensaba imposible en ella, y mi último pensamiento antes de quedarme profundamente dormido fue que después de eso, seguramente, iba a ser más fácil el esfuerzo por sobrevivir.

Error.
Cuando desperté, ella ya se había levantado y bañado, y había preparado el desayuno. Su desayuno. El desayuno de los dos changos que estaban sentados a un par de metros se lo habían preparado ellos mismos, pero a expensas de las reservas de fruta que en circunstancias normales hubieran sido mi desayuno.
No contestó a mis reclamos. Se limitó a voltearse para darme la espalda y siguió comiendo. Tuve que ir a buscar otro coco, mismo que me comí en total soledad mientras ella platicaba animadamente con el par de antropoides que se le habían anexado, y luego me fui a bañar.
El resto del día su comportamiento fue totalmente huraño, y hubo extensos reclamos respecto a que ni quería verme de frente, ni quería que yo la observara.
Su timidez estaba exacerbada a un nivel inverosímil, y en el único momento relativamente relajado se puso a platicarme lo feliz que había sido con su esposo.
No soporté. Era excesivamente infantil. Me levanté, tomé el pedazo de coco que todavía tenía en la mano (más o menos una quinta parte del total) y se lo aventé a la cabeza. Mi puntería fue perfecta, y ella quedó noqueada. Antes de que se pudiera levantar para reclamarme, me había largado.
Esa noche dormí en la playa, pero la excitación era tal que me tuve que masturbar. Afortunadamente lo logré hacer en silencio, a diferencia de ella, porque sus gritos se escuchaban hasta donde yo estaba. Claro, supuse que se estaba masturbando. Identifiqué su orgasmo porque gritó exactamente igual que la noche que lo había tenido encima de mí, aunque cabía la posibilidad de que se estuviera cogiendo a alguno de los changos. O a los dos.
Al día siguiente el huraño fui yo. Me paré, me bañe, preparé mi desayuno, y cuando se acercó el primer chango le lancé un pedazo de coco a la cabeza. El chango fue más listo que mi histérica mujer (¿mi mujer?) y se quitó a tiempo, sólo para regresar a recoger el pedazo de coco.
Ella se acercó por detrás y habló con un tono coqueto y animado.
- ¿No queda algo para mí?
Volteé, arqueé las cejas y regresé a mi desayuno. Para decir “no” solamente moví la cabeza. Supe que ella se quedó esperando un rato detrás de mí, como si esperara a que me levantara y fuera a recolectar fruta para ella.
Me levanté, efectivamente, pero fue para largarme. Al río, para ser más específico. Había terminado de afilar la punta de una rama y quería seguir practicando como ensartar los escurridizos peces que me urgía engullir.
Se me fue casi toda la mañana en eso, con el típico resultado de ningún pez capturado. Entonces me trasladé a la playa para practicar mi otro deporte de puntería: caza de gaviotas, para lo cual disponía de una sensacional resortera hecha con la horqueta de un arbusto y el resorte de la pantaleta que mi mujer (sí, lo dije: mi mujer) había batido en sangre y que había abandonado.
No era una gran resortera, y requería que me acercara demasiado a las gaviotas (cosa que las muy bribonas no permitían demasiado seguido). Sin embargo, para mi sorpresa, el tercer disparo noqueó a una de ellas. Las demás salieron volando en estampida (lo juro, aquello fue algo más que una parvada) y me pude lanzar para terminar de victimar al torpe pollo que se había dejado cazar por un arma tan disfuncional.
Perfecto, porque era hora de la comida. Desplume la gaviota, la ensarté en un palito y me puse a cocinar sin que ella se enterara de todo este asunto.
No soy un canalla, así que le guardé la mitad. La fui a buscar, y la encontré conviviendo con los changos (tres en esta ocasión), que empezaban a tomarle confianza. Los trataba demasiado bien, así que deduje que no había follado con ellos la noche anterior. Me le acerqué escondiendo la comida detrás de mi espalda y la aborde con mi sutil tacto.
- ¿Qué? ¿Quieres pájaro?
Me lanzó una mirada rencorosa y fulminante, y contestó en un tono peor que la mirada.
- Eres un cerdo inmundo, asqueroso y repugnante. Vete al...
Para ese momento ya había puesto enfrente el pájaro que todavía humeaba un poco e incluso escurría juguito, y eso la dejó callada.
Tomó el palo en el que estaba ensartada la desafortunada gaviota y ni siquiera dijo “gracias”. Se lo perdoné porque evidentemente también se olvidó de los changos, que empezaban a ponerme celoso, y se sentó a devorar la carne.
No me quedé a ver cómo reaccionaba después de comer. Estaba empezando a tomarle la medida, y me dediqué el resto de la tarde a hacer vida privada.
Y también un pequeño porche en la entrada del recoveco. Todavía era época de verano y las noches eran bastante cálidas, pero no estando seguro de cuánto tiempo íbamos a pasar en esa isla, había que tomar precauciones para cuando hubiera lluvias, y el recoveco no era precisamente una cueva. Para evitar que en caso de precipitaciones pluviales nuestras ramitas se mojaran, había que hacer un considerable techito, así que empecé a trabajar en ello: juntar ramas lo más derechas posibles (había muchas), y amarrarlas con lianas (que también había muchas) para lograr algo parecido a un tronco, toda vez que no disponía de nada parecido a un hacha.
Así que toda la tarde me la pasé sentado frente a mis ramas haciendo amarres. Me sentí como toda una imagen de la edad de piedra (o de la edad de la rama), hasta que ella volvió a aparecerse por allí, y entonces me sentí como en una imagen de película hollywoodense sobre la prehistoria (de esas con cavernícolos peludos y cavernícolas rubias y esculturales).
Saludé amablemente, pero ella sólo hizo una mueca y se largó con sus dos changos, que ya se dejaban tomar de la mano.
Cuando terminé mis amarres de ese día, fui por mi reserva de fruta y cené. Apenas se estaba poniendo el sol, pero decidí meterme al recoveco a descansar. Esa noche no tuve la más mínima intención de hacer fogata, y eso hizo que ella no tardar en aparecerse por allí. Claro, cuando me vio, hizo otra mueca y se fue.
Dormí un buen rato. Tal vez un par de horas. Finalmente, ella regresó y al meterse al recoveco, lo hizo quedando parcialmente encima de mí.
La oscuridad era excitante, y al sentir su piel tibia que parecía la materialización del tropical calor nocturno de la isla, la tomé por el cuello y sin decirle nada la besé. Ella no opuso resistencia, y se dejó recostar para que yo me pusiera encima de ella y empezara a besarle el cuello, las orejas, los senos y buena parte del vientre. Luego abrí sus piernas, metí mi cabeza en medio y empecé a buscar su segunda boca para batirla en saliva.
Estaba rendida. Empecé a acercar mi rostro al suyo, y le puse mi polla hinchada en la mano para que ella la dirigiera hacia su vagina. La colocó en el lugar correcto para que iniciara la penetración, y cuando apenas había introducido el glande, me detuve y le dije:
- Vamos a hacer esto: de día podemos odiarnos y despreciarnos. Pero en las noches nos dejamos llevar por los instintos animales. ¿Te parece?
Hizo cara de que lo estaba pensando, y entonces introduje un par de centímetros más. Se arqueó y controló el gemido.
- Eres un maldito chantajista...
Dos centímetros más.
- Maldito en serio...
Hasta las Trompas de Falopio.
- Chantajista...
Hasta las anginas.
- Trato hecho.

A partir de ese momento, su ternura nocturna empezó a desarrollarse de un modo inesperado. También mejoré mi técnica para cazar gaviotas y peces, así que nuestra dieta mejoró en muchos sentidos.
Claro, los pleitos diurnos continuaron. Especialmente por culpa de sus changos, que eran frecuentemente criticados por mí mismo. Lo divertido fue descubrir que, como parte de las discusiones, podíamos establecer una tregua antes de la comida para follar en la playa. Nos pareció adecuado, porque, según coincidimos, así comíamos con más hambre.

Eran casi dos meses los que llevábamos en la isla, y fue cuando empezamos a sentir un descenso de temperatura. Afortunadamente, el porche del recoveco estaba listo para las lluvias, y nosotros ya habíamos logrado estabilizar nuestra relación lo suficiente como para ir prescindiendo de los pleitos, y acostumbrándonos al contacto físico.
Ella, además, perfeccionó su técnica de contacto con los primates que nos rodeaban. Estaban tan acostumbrados a ella, que acudían a sus llamados e incluso le llevaban fruta.
Una tarde estaba observándolos y recordé el chiste gracias al cual ella había tenido que aprender a vivir enseñando los senos: las guacamayas son peligrosísimas cuando te hablan. Afortunadamente, ella se había acostumbrado a hablar con changos, que no parecían ser tan peligrosos.

Y entonces me habló.

No tengo dudas respecto a mi recuerdo: volteé para ver de donde había venido ese comentario, y lo que descubrí fue un pájaro de colores parado detrás de mí, un poco hacia la izquierda, con cara de estar observando también la extraña relación de mi mujer con los simios locales.
Repasé mentalmente lo que había escuchado, pero me rehusé a creer que fuera cierto, así que opté por interrogar al singular pollo.
- ¿Perdón?
- ¡An-chégoca-peruc!
Lo había repetido. Maldito pájaro, lo había repetido.
¿De dónde se había aprendido esas sílabas sin sentido? Ya sé que los pericos y sus parientes pueden ser entrenados para hablar, pero eso requiere de contacto con humanos. ¿Cómo había logrado este sinvergüenza la capacidad de articular sílabas? Peor aún, la capacidad de opinar.
Lo observé intrigado. El singular pájaro no me estaba poniendo demasiada atención, y se me ocurrió repetir la frase fingiendo voz de guacamaya.
- ¡An-chégoca-peruc!

Qué susto le puse al pájaro. Se volteó a verme y puedo jurar que su expresión era de incredulidad, como si estuviera pensando “maldición, este primate sin pelo ¡habla!”
Se fue volando. Empecé a reír de lo que suponía era una alucinación, y si acaso sentí preocupación fue porque cabía la posibilidad de que todo este tiempo en el aislamiento me pudiera trastornar.
Unos minutos después, mientras observaba como avanzaba el entrenamiento de dos changos que estaban aprendiendo a mover rítmicamente los senos de mi mujer, escuché un aleteo detrás de mí. Al voltear, allí estaba el verde pollo (debo suponer que era el mismo). Me miró fijamente y me dijo su singular frase.
- ¡An-chégoca-peruc!
Le contesté con aplomo y convicción. Y con voz de loro, claro.
- ¡An-chégoca-peruc!
No puedo describir el asombro que me provocó ver que, repentinamente, de entre todos los árboles, salieron cientos y cientos de guacamayas, guacamayos y guacamayitos observándome como diciendo “¡es cierto, es cierto, el primate habla!”
El escándalo que armaron con sus gritos fue tal, que incluso mi mujer se olvidó de las caricias en los senos que mantenían tan ocupados a sus changos. Llegó a un punto de desesperación y me exigió a gritos que los callara. No pude menos que intentarlo.
- ¡Basta! Uno a la vez, por favor...
Y entonces un ave saltó y gritó excitada:
- ¡An-chégoca-peruc!
Y luego otra.
- ¡Anche-gócape-ruc!
Y otra más y otra más y otra más. Eso sí, una por turno.
- ¡Anché-góca-perúc!
- ¡Anchegó-capé-ruc!
- ¡A-n’chegóc-áper-ucán!
Y entonces empecé a sospechar que estaban hablando, y no me refiero a sólo fonetizando, sino diciendo algo.
Una guacamaya de singular tamaño se paró enfrente de todas y, sin tomarme en cuenta, empezó a hablarles:
- ¡Ch’egocáp eruán cheg ócaper uca n’ché goc áperuca n’ch-égoca! ¡Perúc! ¡An! ¿Che? ¿Goc? ¿Aper uc?
Claro, el lector debe sabe que no memoricé el discurso; fue en una ocasión posterior que dicho pájaro —que resultó ser el Rey de las Guacamayas— me explicó lo que había dicho en ese momento, que significa algo así como “un gran portento ha sucedido hoy en medio de nosotros y el simio hablador profetizado desde la antigüedad ha aparecido. ¡Venid! ¡Mirad! ¿Oís? ¿Entendéis? ¿Podéis negarlo?”
No quise quedarme a discutir. Especialmente porque los guacamayitos empezaban a dar muestras de miedo y buscaban esconderse detrás de pollos de mayor tamaño (supongo que sus papás o mamás). Me levanté, hice una gentil genuflexión y me despedí.
- Anchegocaperuc.
Sin acentos, sin separaciones. Sin saber qué les estaba diciendo.
Me dirigí hacia mi mujer, empujé al chango que estaba practicando con sus senos, y para que no lo echara de menos, empecé a movérselos yo mismo, y por primera vez en las casi diez semanas que llevábamos allí le supliqué un favor.
- Por favor, me urge un buen polvo. Vamos a casa.
Me vio tan mal que me tomó de la mano y me llevó hasta nuestra cama de la Edad de la Rama. Los changos, obedientes siempre, se marcharon, pero cinco o seis pájaros fueron volando detrás de nosotros, e incluso nos estuvieron observando mientras hacíamos el amor (sí, el amor).
No quise cenar. Me quedé allí tumbado mientras ella salía a nadar un poco en el mar y comer algo de fruta. Cuando regresó, fue escoltada por una guardia de doce guacamayas de vistosos colores (luego corroboramos que eran hembras) que la pusieron un poco nerviosa, pero que en todo momento se comportaron respetuosamente.
Se introdujo al recoveco y empezó a temblar un poco de frío. O de nervios. La abracé y le dije en voz muy baja:
- Son aterradores, ¿no crees? Te dije que eran peligrosos.
Asintió con la cabeza mientras reía un poco y la empecé a besar. Eso la ayudó a relajarse, y volvimos a hacer el amor. Poco antes de dormirme, me divirtió pensar que, a fin de cuentas, si ella se había dedicado a convivir con los changos, lo propio era que yo lo hiciera con las guacamayas.
¿Qué problema?
No sabía que estaba empezando mi segundo naufragio.

Los siguientes días fueron un sano proceso de reorganización de nuestras actividades. Mientras ella se dedicaba a continuar con el entrenamiento de los changos para que lograran mover sus senos de forma rítmica y regular, yo empecé a pasar cada vez más horas con esas extrañas aves.
No tardé en darme cuenta de que las sílabas "an-che-go-ca-per-uc" eran la base de su comunicación, y que las variantes posibles se daban en función de la acentuación y ciertas inflexiones de la voz. Pero el discurso siempre era el mismo: anchegocaperuc. Allí en donde una guacamaya terminaba, empezaba la otra, de tal manera que el discurso siempre era una repetición interminable de la misma frase.
Sin embargo, para sorpresa mía, pude descubrir como esos malditos pollos habían logrado construir toda una cultura apenas con esa suerte de palabra. Pronto se me permitió ingresar a lo que ellos llamaban su "goca per", que podría traducirse como ciudad sagrada, gracias a que por una parte estaban notablemente complacidos de que un primate sin tanto pelo se comportara civilizadamente y hablara, además del nada pequeño detalle de que una antigua profecía hablaba de la llegada de un mensajero de los dioses con características bastante parecidas a las mías. Y, naturalmente, tenía mucha curiosidad por saber lo que dicho mensajero de los dioses tenía que comunicarles.
El detalle que me sirvió para descubrir que estos singulares pájaros habían construido una verdadera cultura fue que cada vez que ingresaba con ellos en su goca per, cada cosa que yo hacía o decía era seguida por una frenética actividad por parte de tres o cuatro guacamayos, que se ponían a picotear en los troncos de los árboles como si fueran mecanógrafos profesionales.
Un día se me ocurrió observar las marcas en los árboles, y pude corroborar que se trataban de secuencias de seis signos bien diferenciados, siempre en el mismo orden, pero organizados y reorganizados de diferente manera.
No había duda: esos pollos tenían un sistema de escritura silábico. ¡Qué cara pusieron el día que me paré delante de un árbol y empecé a leerlo! Me rodearon, podría jurar que cantaron, hicieron caravanas, y todos se peleaban por poder pararse en mi cabeza o en mis hombros. El rey —a quien ya tenía perfectamente identificado— se acercó y me ofreció un trozo de mango, mismo que acepté honrado y con una amable reverencia.
Gracias a ello pude soportar los llantos y los reclamos de mi mujer, que no dejaba de recriminarme que me estaba volviendo loco y que la estaba descuidando. Por más que la llevé a la goca per y le enseñé los chegoca per (literalmente, documentos de la ciudad sagrada, aunque bien puede traducirse como textos sagrados), además de presentarle al che goca (literalmente, primero de la ciudad, aunque ya me acostumbré a llamarle rey) y al per ucan che (literalmente, sagrado relator primero, que equivale a sumo sacerdote), siguió neceando con eso de que yo estaba perdiendo el juicio.

Fue difícil aprender a hablar ese idioma, porque requería razonar como pollo. En consecuencia, debo decir que pude comunicarme poco con ellos, aunque lo suficiente como para enterarme de ciertos datos básicos sobre su cultura.
Habían llegado seiscientas doce generaciones atrás a esa isla (traducir ese número fue un suplicio, y más tarde explicaré por qué). Si tomamos en cuenta que una guacamaya adulta empieza a tener críos por allí del primer año de vida, podemos establecer como fecha de llegada el año 1395. La razón del proceso migratorio fue una terrible hambruna en su lugar de origen (mítico, seguramente), conocido como chegó cáper, evidente origen del término que usan para ciudad sagrada.
En aquel entonces, el rey N’cheg Oca Perucanchegocáper (literalmente, N’cheg Oca Segundo) sostuvo una brutal batalla contra el rey de los lemures, que eran los habitantes originales de los árboles. Vencidos por completo, los lemures tuvieron que abandonar isla, y hay dos versiones sobre su destino. Según la más popular, se ahogaron en el océano, castigados por su intolerante deidad Cap (ocapé es la palabra que siguen utilizando para referirse a los lemures; gocapé la usan para referirse a los chimpancés que todavía pueblan la isla; yo siempre fui llamado el gocaper, extraña forma de decir simio sagrado). La otra versión, legendaria del todo, dice que deprimidos e inconsolables, se quedaron sentados en loa alto de las palmeras de la playa hasta que murieron, se petrificaron y se volvieron cocos (debo decir que una de las cosas que más los impresionaron de mi conducta fue la facilidad con la que abría los cocos para comérmelos; llegaron a llamarme también el N’ Ch’ Eg’ Ocapé, literalmente, el que mata al lemur).
Hay un árbol sagrado debajo del cual se han enterrado a los veintisiete reyes que han tenido desde entonces, y tiene registrados los nombres y las hazañas de cada uno de ellos (fue gracias a este árbol y a varios días de cálculos que logré saber lo de las seiscientas doce generaciones).
Destaca, aparte del vencedor de los lemures, su célebre hijo N’cheg Oca Perucanchegocaperucanchegocáper, reformador de la casta sacerdotal y constructor de la fortaleza-palacio que tienen en lo alto del árbol más cercano al que funciona como cementerio real (dicha fortaleza es apenas un nidote, pero entre estas guacamayas, es el símbolo de mayor status social).

Aquí hay que mencionar un aspecto muy curioso respecto al sistema de numeración que manejan. Como ya se habrán dado cuenta, Perucanchegocáper equivale a dos, y Perucanchegocaperucanchegocáper a tres. Per es, por lo tanto, uno, y cuatro es Perucanchegocaperucanchegocaperucanchegocáper. La capacidad pulmonar de las guacamayas no les permite decir palabras más largas que esta, y por lo tanto su numeración está basada en el número cuatro, logrando avanzar por medio de cambios en la acentuación. Per no permite cambios de acentuación, así que siempre es uno. Perucanchegocáper es dos, y Perucanchegócaper es cinco (repito: todo depende de la acentuación). Perucanchegocaperucanchegócaper es seis, y como ya se habrá deducido, siete se dice Perucanchegocaperucanchegocaperucanchegócaper.
Las variantes de acentuación que ofrece el número dos permiten llegar hasta el número diecisiete, y entonces es a partir del tres que continúa la numeración, pudiendo llegarse hasta el treinta. Las variantes de cuatro sólo permiten llegar hasta treinta y siete, de tal modo que los números conocidos—más aún: conceptualizados—por las guacamayas son:
1. Per
2. Perucanchegocáper
3. Perucanchegocaperucanchegocáper
4. Perucanchegocaperucanchegocaperucanchegocáper
5. Perucanchegócaper
6. Perucanchegocaperucanchegócaper
7. Perucanchegocaperucanchegocaperucanchegócaper
8. Perucanchégocaper
9. Perucanchegocaperucanchégocaper
10. Perucanchegocaperucanchegocaperucanchégocaper
11. Perucánchegocaper
12. Perucanchegocaperucánchegocaper
13. Perucanchegocaperucanchegocaperucánchegocaper
14. Perúcanchegocaper
15. Perucanchegocaperúcanchegocaper
16. Perucanchegocaperucanchegocaperúcanchegocaper
17. Pérucanchegocaper
18. Perucanchegocapérucanchegocaper
19. Perucanchegocaperucanchegocapérucanchegocaper
20. Perucanchegocáperucanchegocaper
21. Perucanchegocaperucanchegocáperucanchegocaper
22. Perucanchegócaperucanchegocaper
23. Perucanchegocaperucanchegócaperucanchegocaper
24. Perucanchégocaperucanchegocaper
25. Perucanchegocaperucanchégocaperucanchegocaper
26. Perucánchegocaperucanchegocaper
27. Perucanchegocaperucánchegocaperucanchegocaper
28. Perúcanchegocaperucanchegocaper
29. Perucanchegocaperúcanchegocaperucanchegocaper
30. Pérucanchegocaperucanchegocaper
31. Perucanchegocapérucanchegocaperucanchegocaper
32. Perucanchegocáperucanchegocaperucanchegocaper
33. Perucanchegócaperucanchegocaperucanchegocaper
34. Perucanchégocaperucanchegocaperucanchegocaper
35. Perucánchegocaperucanchegocaperucanchegocaper
36. Perúcanchegocaperucanchegocaperucanchegocaper
37. Pérucanchegocaperucanchegocaperucanchegocaper

Dato nada irrelevante, porque todos sus procesos mentales están definidos por esta perspectiva limitada de la matemática.
Incapaces de conceptualizar más allá del número treinta y ocho, resultan incapaces de conceptualizar el infinito, y por ello su religiosidad es totalmente pragmática. Sus mismas deidades carecen de atributos omni abarcantes (no son omnipotentes, omniscientes ni eternos).
Otro detalle es la edad. No es frecuente que una guacamaya viva más de treinta y cinco años, pero cuando se llega a dar el caso de una que sobrepasa los treinta y ocho, es enviada al exilio por haber incurrido en una terrible herejía.
No existen censos. Según los textos sagrados, las guacamayas son incontables (lo más vagamente aproximado al concepto de infinito), aunque en realidad deben ser unas dosmil. Las hembras empiezan a tener polluelos al llegar a la edad adulta, más o menos al año de edad. Crían cada año, y el promedio de polluelos es de cinco a seis. Es durante el octavo año, en consecuencia, que las hembras suelen tener a su trigésimo séptimo polluelo. A partir de entonces, sus huevos son sacrificados (el único detalle que mi mujer agradeció de mi extraña relación con las guacamayas fue que, aprovechando mi carácter divino, pude aprovechar dichos huevos para que el sacrificio pasara a formar parte de nuestro desayuno; teníamos el proyecto de cenarnos a la próxima guacamaya que cumpliera los treinta y ocho años de edad, pero nunca se dio ese caso mientras estuvimos allí).
Llevan un correcto registro de las estaciones del año, gracias a un árbol al cual hecho perforaciones que permiten su uso como observatorio. La llegada de la primavera es celebrada con una fiesta orgiástica que marca el inicio de la época del apareamiento, gracias a lo cual los polluelos van naciendo hacia el verano.
El siglo tiene treinta y siete años, por razones lógicas. Como nunca se les ha ocurrido organizar períodos de treinta y siete siglos (esa sería una base para extender su percepción numérica), creen que cada treinta y siete años la historia vuelve a comenzar, y los eventos importantes de la misma (como la derrota de los lemures) son recordados (o más bien revividos) por medio de representaciones teatrales en fechas bien definidas (una de las cosas que más me impacto fue ver el fervor escénico de un grupo de guacamayas disfrazadas de lemures presentando combate al formidable rey N’cheg Oca Perucanchegocáper; el estruendoso ruido que hacen los guacamayitos cuando aparecen los actores que representan a los lemures es tal, que lo único semejante que conozco es el ruido de las matracas que en la fiesta judía de Purim se hace cuando se menciona a Haman Hagagi, epítome de la maldad; cuando les hablé de este asunto a las guacamayas, para darme a entender tuve que decirles que Haman era, dentro de mi parvada, el peor lemur de todos).
Fueron varios mis intentos por explicarles de qué modo podrían contar más allá del treinta y siete, pero todos fueron rechazados por completo. No me parece que el problema haya sido una imposibilidad cultural para abstraer el concepto, sino mis limitantes para poder pronunciar correctamente los números 4, 7, 10, 13, 16, 19, 21, 23, 25, 27, 29 y 31 en adelante. Debido a ello, las guacamayas siempre pensaron que era yo quien, a causa de mi dificultad para pronunciar, tenía una percepción limitada de los números, con la consecuente incomprensión de los mismos, y que por lo tanto mis criterios matemáticos carecían de cualquier valor científico.
Les mostré nuestro sistema de numeración, pero fue imposible que lo comprendieran. A algunos les pareció herético. A la mayoría, garabatos sin ningún significado.

El único rubro que nunca logré traducir fue la poética.
Es natural. Se trata de un logro estético, y por lo tanto el lenguaje es utilizado de manera simbólica, no literal. Sin embargo, quedé subyugado por la increíble belleza de varios poemas. Pese a no entenderlos, logré memorizar algunos. El que más disfruté siempre dice de la siguiente manera
An
Ch’ egocá
Perucán
Chegó caper
Ucánche
Gocá
Per ucanch
Egó!
Capé rucá n’ché
Gocá perú canché
Cápe rúcan che
Gócap éruc anch
Egoca!
Perucan!
Chegó caper
Ucánche.

La primera vez que lo escuché fue viendo como el rey cortejaba a una de sus treinta y siete esposas (es el único que puede tener dicho número de cónyuges; el rango social es definido por el número de parejas, y en el momento en que alguien es ascendido en la escala social por algún mérito destacado, recibe la cantidad de esposas necesarias para alcanzar el número permitido para su nuevo rango; sólo los príncipes tienen treinta y seis; la coronación del heredero al trono es, al mismo tiempo, su trigésimo séptima boda).

Admito que dedicarme a estudiar esta singular sociedad me distanció un poco de mi mujer.
Una noche le estaba contando lo divertido que me había resultado que el per ucan che (el sumo sacerdote) me preguntara por lo qué hacemos los simios después de tener nuestro hijo treinta y siete. Le dije que eso era imposible para nosotros, y me respondió atacado de la risa que seguramente era porque no sabíamos contar. Luego entonces, era imposible que agotáramos los números, aún en algo tan importante como la procreación.
Me sorprendió que, pese a que me consideraban divino, me consideraran al mismo tiempo limitado para contar, y por lo tanto para tener hijos. Supongo que nunca terminaré de asimilar sus conceptos religiosos basados en deidades tan limitadas como ellos mismos. Más aún en mi caso, porque si acaso era divino, lo era en tanto simio, no en tanto guacamaya. En consecuencia, mis limitaciones eran mayores.
Ella se me quedó viendo y se puso a llorar. Más bien se puso histérica. Me empezó a gritar que estaba yo perdido, y que ya no tenía contacto con la realidad. Que mi trato con la civilización de guacamayas me había vuelto un odioso y cretino idiota que sólo se preocupaba por comer y por continuar con sus estudios (bueno, admito que no lo dijo con esas palabras; ella dijo literalmente que tantas horas rodeado de pollos de colores me habían dejado idiota, y que ya sólo me preocupaba por comer y por graznar).
Me hizo un ácido recuento de mi conducta durante el último mes, y no pude refutarle que ya sólo hacíamos el amor una o dos veces a la semana.
Ese fue el único momento de nuestra estancia en la isla en el que verdaderamente tuve miedo. Como si por un momento alcanzara a percibir que la civilización, en cualquiera de sus formas, le roba un poco de su esencia al ser humano. Apenas teníamos medio año de conocernos, y ni siquiera nos habíamos dicho nuestros nombres. Habíamos logrado ser pareja en el sentido más puro, sin necesidad de nombres o apellidos, porque yo era el Hombre y ella la Mujer.
Y en un instante, la matemática, la literatura, la sociología, la religión y la historia de esas guacamayas nos lo habían robado todo.

Quise reclamarle de sus changos entrenados para acariciarle los senos, pero no pude. Sabía que eso no era más que una cuestión lúdica, un juego. Casi una masturbación, pero a fin de cuentas una forma de excitarse para mí, porque el único objetivo era llegar a la intimidad alborotada y ansiosa de amarme, de que yo la amara.
Intenté calmarla. Le expliqué que aún no lograba descifrar qué es lo que estaba profetizado respecto al gran simio, pero que tan pronto lo entendiera, me limitaría a darle cumplimiento y luego me olvidaría de las guacamayas.
No se pudo calmar. La empecé a besar y a acariciar, y justo cuando se relajó lo suficiente como para entregarse y dejarse amar, chocamos contra lo que en otras ocasiones me hubiera parecido inverosímil: no pude lograr una erección.
Después de tres intentos fallidos, tras los cuales ella se durmió con el sollozo en la voz, salí del recoveco para intentar calmarme, pero encontré a cuatro guacamayas que parecían burlarse de mí. Alcancé a escuchar que una decía algo así como “un simio siempre será un simio”, y me dirigí inmediatamente al árbol de las profecías para resolver de una vez por todas el sentido de mi presencia entre esos pájaros.
El día me alcanzó allí mismo, sin dormir, sin comer. Pero casi lo había logrado. Estaba a punto de terminar de leer ese complicado texto, cuando empecé a escuchar los gritos de ella, llamándome.
No le hice caso. Estaba concentrado en la lectura de cómo el gran simio habría de preparar el gran banquete usando la sangre del enemigo ancestral. No había mucho problema para manipular el sentido de la profecía: bastaba usar agua de coco y con ello justificar que el verdadero destino de los lemures había sido la muerte en lo alto de las palmeras, pero justo en ese momento sentí un golpe en la cabeza.
Antes de desmayarme alcancé a ver un coco rodando junto a mí, y luego a mi mujer envuelta en una toalla junto a dos fulanos, que resultaron ser parte de un grupo de tipos que habían llegado de excursión a la isla, y que eventualmente me fueron presentados como los que nos habían rescatado.

Cuando recuperé el sentido ya me habían subido a su lancha. El grupo de paseantes seguía en su convivio, y sólo ella estaba conmigo en el barco. Me levanté para caminar un poco, y una guacamaya llegó volando hasta mí. Me preguntó sobre mi futuro, y le dije que había llegado la hora de marcharme, pero que le revelaría el secreto de la sangre del gran simio.
Pese a los reclamos de mi mujer, y a la sorpresa de los que estaban de día de campo, bajé a la playa (en pelotas, naturalmente), en donde la guacamaya me estaba esperando con otras once compañeras; tomé un coco, lo partí y les mostré el jugo a la guacamaya. Les dije con una pronunciación impecable que esa era la verdadera sangre de los simios, derramada para confirmar la salvación de todas las guacamayas, y esencia del gran banquete escatológico. Debían llevar el coco abierto tal y como estaba, delante del rey y del sumo sacerdote.
Las guacamayas estaban emprendiendo el vuelo hacia el interior de la isla, cuando sentí otro golpe en la cabeza y vi rodar otro coco junto a mí. Antes de desmayarme por segunda vez, alcancé a percibir la contundente expresión de furia que ella tenía. La misma con la que, supongo, me lanzó el coco.

Cuando desperté estábamos en alta mar y yo ardía en fiebre. Una ambulancia me recogió en el malecón de no sé qué lugar, y luego fui hospitalizado.
Regresé a la Ciudad de México extremadamente débil, y a sugerencia de un amigo de ella, fui internado en un hospital siquiátrico.
Sólo estuve allí dos días. No fue necesario ningún tipo de tratamiento extremo porque me comporté como alguien normal, y es que no esperaba que comprendieran todo el asunto de esos pájaros. Simplemente se me diagnóstico una fuerte fatiga mental, consecuencia de seis meses de aislamiento, y me dieron de alta.

De eso hace ya seis meses, gracias a lo cual recuerdo que el naufragio sucedió hace un año.
Regresé a mi departamento de Polanco, y pese a que en realidad éramos un par de desconocidos, empecé a salir con ella. Fue entonces que me enteré que se llamaba Layla, que también era judía, y que podía cortejarla sin problemas (su esposo o novio había muerto en el naufragio).
Tan pronto como me sentí más tranquilo, Layla se vino a vivir conmigo. Para mantenerla tranquila, acepté someterme a terapia sicoanalítica, aunque hasta el momento no he sentido grandes avances.
El principal problema que tengo con mi sicoanalista es que insiste en que tengo una facilidad terrible para construir recuerdos falsos, y que por lo tanto no debo vivir convencido de que las cosas que recuerdo hayan, efectivamente, sucedido.
Mi duda es si el imbécil ese nunca se dio cuenta de que lo único que logró al darme ese dato, fue hacerme vivir con pánico.
Me puedo poner a filosofar respecto a que la realidad como objeto no existe, y que apenas existen las percepciones que cada uno de nosotros tiene de lo que nos rodea. Puedo ir más lejos y decir que incluso esa subjetividad propia de cada humano es más abstracta de lo que parece, porque en realidad ni vemos, ni oímos, ni gustamos, ni sentimos. Solamente recibimos información y nuestro pobre cerebro tiene el terrible trabajo de organizarla.
Así que ni siquiera somos un cúmulo de subjetividades intentando relacionarnos unos con otros. Somos sólo un montón de procesos eléctricos que intentan darle sentido a todo ese mamotreto que es el universo. Si acaso existe.
Y en ese caso, da igual que choques con una civilización de latinoamericanos o de europeos, que con una de guacamayas. De todos modos, todo es matemáticas, historia, lenguaje, reyes, batallas. Y, como no, comerte la sangre de tus enemigos.
Eso, por sí mismo, me parece difícil, insoportable. Y que venga un terapeuta a decirme que además mi cerebro organiza la información de manera arbitraria y por voluntad propia e independiente, es un exceso.
Si es así, ¿dónde está el cosmos? Soy el menos capacitado para contestar esa pregunta. Toda la información que pueda haber compilado ha sido reorganizada por mi cerebro de tal manera que tal vez no pueda tener contacto con nada, con nadie. Y eso me deja tan aislado de todo y de todos en Polanco como en cualquier isla del mundo. Y lo de menos es intentar descifrar lo que dice mi sicoanalista o lo que decían las guacamayas.
Y eso me provoca miedo. Pánico. Un terror sin nombre.

Layla quiso ayudarme a que lo superara, pero supongo que equivocó la estrategia. La terapia, lejos de calmarme, me llevó a vivir en el límite de lo demencial.
Hoy, por ejemplo, tuve una sesión maratónica con el sicoanalista (¿por qué me consiguieron un lacaniano? Los freudianos sólo aceptan sesiones de cincuenta minutos). Discutimos otra vez sobre la veracidad de mis recuerdos, la forma en la que conocí a Layla, la organización social de las guacamayas de alguna isla del Caribe y las dinámicas de mi destartalada cabeza.
Como buen lacaniano, el idiota me detuvo cuando dije algo que él decidió que era importante, me interrumpió y me mandó a casa para que me dedicara a meditar en eso toda la semana.
Salí de su consultorio, y mientras caminaba por el apacible tráfico de Polanco, volví al sudor frío y al pánico inenarrable. Y entonces decidí que no iba a volver a padecer por esto.
Decidí que también mi miedo era un recuerdo construido, como tal vez lo sea Layla, mi relación con ella y mi existencia misma. Y la podrida sesión con ese tarado también, de una buena vez.
Nada existe.
Acaso este momento, el de mi tercer naufragio. El que empezó con mi improvisada visita al Superama de Horacio para comprar un poco de queso, y que concluyó cuando entré a la casa y descubrí esa foto sobre el piano: una pareja de novios debajo del palio nupcial en una sinagoga que conozco perfectamente. En la parte trasera, la fecha es de hace doce años.
Somos Layla y yo.
Mientras tanto, el queso parece burlarse de mí desde su ridícula envoltura. Es un Manchego Caperucita (no es el mejor manchego, pero estaba de oferta). Las etiquetas promocionales tapan algunas letras de la etiqueta.
Y no lo puedo soportar.
Ni siquiera lo abrí. Fui directo al botiquín (¿lo hice, o sólo lo recuerdo?), tomé los dos frascos de sedantes y no me detuve hasta haberme tomado la última pastilla (¿lo hice, o sólo lo recuerdo?). Espero que la dosis sea suficiente para matarme rápido, antes de que Layla llegue. La somnolencia que empiezo a sentir me sugiere la deliciosa sensación de que así será.
Quiero mantener la concentración en este momento de mi naufragio final, porque no quiero construir más recuerdos. Si mi vida fue mentira, no quiero que lo sea mi muerte (a menos que también esto sea un recuerdo construido, y al rato despierte como si nada). Por eso, el último esfuerzo para mantener abiertos los ojos se lo dedico al quesito que me sentenció a muerte, y a su maldita etiqueta.
La misma donde sólo se leen dos palabras fragmentadas.
Anchego Caperuc.

lunes, 7 de abril de 2008

GUSANOS

Pocas cosas me pueden resultar tan fastidiosas como las juntas de trabajo. Aunque, como todo en la vida, circunstancias excepcionales pueden transformar en llevadero lo que originalmente es desesperante. Como celebrar la junta de trabajo en un monísimo hotel del centro histórico de Oaxaca. Claro, no es fácil organizarles actividades a un grupo de cincuenta y tantos adolescentes que hacen una práctica académica para un seminario de Arte Mexicano (lo cual, por cierto, es el tema de la junta), pero de todos modos ya estamos acabando, y como aquellos desafortunados chavos tienen muchas cosas que hacer esta mañana, el grupo de profesores podremos tomarnos un buen rato libre, que ya nos lo merecemos.
Aunque tal vez sea prudente resolver el pequeño problema que acaba de pasar corriendo en medio de nuestros pies, esquivando con sorprendente agilidad nuestros pisotones colmados de intenciones asesinas.
Es un gusano. Repugnante, como le corresponde ser a cualquier gusano. Especialmente repugnante, diría yo, haciéndole justicia a la proverbial fobia paranoide que le tengo en especial a estas singulares criaturas de Dios (o bromas pesadas de la evolución).
Lo vimos aparecer mientras discutíamos alguno de los temas, pero no quisimos ponerle atención. Inconvenientes de este clima cálido y de tendencias tropicales, pensé. Sin embargo, otras apariciones sucesivas hicieron que le tuviéramos que dedicar algún comentarito, ya que resultaba un bicho demasiado extraño. Su velocidad no era normal para un gusano, y además había incrementado su talla. Al principio supuse que dicha impresión era resultado de mi enfermiza actitud hacia los gusanos, pero mis patologías no tienen por qué determinar las percepciones visuales de mis compañeros. Y dado que ellos también se percataron de que el gusano creció, consideré racional aceptar el dato como definitivo, toda vez que las tres mujeres del grupo ya estaban en pleno ataque de histeria.
El caso es que ahora Bill y yo nos estamos tomando un breve respiro, tras la infructuosa persecución que nada más nos hizo empezar a desacomodar las cosas del cuarto de Beatriz—en donde hemos estado trabajando—, además de ponernos a sudar como beduinos en verano. Mientras tanto, observamos como el animal intruso sale de abajo de un mueble para meterse abajo de otro, como retándonos.
El muy cabrón. Además ya está enorme. Digo, para ser gusano. Enorme y asqueroso, aunque para nuestra sorpresa, no ha perdido velocidad. Su última carrera por todos los recovecos del cuarto sólo ha logrado hacer crecer exponencialmente nuestra desesperación, y ni siquiera Helga pudo atinarle un solo escobazo.
Ahora la escoba la tengo yo. Aprovechando que se ha metido debajo de un esquinero de la pequeña salita del cuarto, no tiene muchas opciones para salir de ese lugar. De hecho, sólo dos, y las tengo perfectamente vigiladas, listo para descargar el golpe tan pronto sea necesario.
Es decir, en este momento. El maldito se acaba de asomar, y mi ataque ha sido acertado del todo. Ahora sólo es cuestión de que alguien me explique cómo rayos logró salir ileso del escobazo, y que de paso me aclaren si verdaderamente tenía patitas cuando levanté la escoba para ver lo que me imaginaba iba a ser un atarantado gusano, pero que más bien pareció ser un espantado—y molesto—reptil.
- No, no eran patitas. Sólo muñones.
Me encantan esos comentarios de Bill. Contradicen los aspectos que a nadie le importa que sean contradichos, pero confirman aquello que no quería que fuera confirmado: el desgraciado está evolucionando ante nuestros ojos (me refiero al gusano, por supuesto). Lo que hubiera dado Darwin por estudiar esta especie de bichos oaxaqueños.
Bueno, adiós mañana relajada. Digamos que el ambiente se está empezando a tornar desquiciado, y la última persecución nos ha mostrado que este ser es todo un portento evolutivo, porque los muñones sólo lo han hecho más veloz. Más capacitado para sobrevivir, especialmente porque Bill tiene cara de que pronto le va a dar un infarto, y me ha pedido que me levante del mueble donde me quedé tumbado recuperando el aire después de mis últimos intentos para aniquilar al molesto intruso.
Me reintegro a la batalla a regañadientes, especialmente ahora que Beatriz ha comentado que la piel ya no le brilla. Debe ser por causa de las escamas, mismas que Helga y Grace también pudieron observar, y que confirman mis sospechas de que ahora parece reptil.
Es el turno de Grace para usar la escoba. Hay que ver con que fuerza sacude la pared, ahora que nuestro nuevo inquilino ya puede trepar por cualquier rincón del cuarto. Mientras yo recojo los trozos de la lámpara que Graciela despedazó cuando la confundió con el ex gusano, me agacho para observarlo en su escondite favorito: la parte inferior de la cama de Beatriz.
Sólo se ven sus ojos. Y hay que ver su expresión. Es amenazante y refleja enfado. La ventaja es que ya no me causa la repugnancia primigenia porque ya no es un gusano. La desventaja es que siempre le he tenido un profundo respeto a las víboras, y a juzgar por los movimientos que hace y el tipo de ojos con los que me mira, todo parece indicar que nuestro recién adquirido enemigo está tomando forma de serpiente.
Llámenle instinto de conservación, pero esquivé elegantemente el mordisco que me lanzó al abandonar apresuradamente su escondite. El golpe en la cabeza con el esquinero es un detalle nimio, al que no le voy a poner atención mientras Helga sigue apretando un hielo envuelto en un trapo sobre el chipote que amenaza con aparecer en la parte superior de mi adolorido cráneo. Prefiero seguir elogiando a Bill, que estuvo a punto de darle un buen pisotón a la víbora que en ese momento medía unos doce o quince centímetros, y que ahora parece que mide cerca de veinte.
Por cierto, ya no parece víbora, porque los reaparecidos muñones están, según opinamos todos, transformándose en patitas. Extremidades, digo, no palmípedos de género femenino (eso sería el colmo). Además, está empezando a ganar tamaño. Supongo que debe ser más cómodo ahora que es un animal que prefiere correr a arrastrarse. El problema es que dentro de poco no va a caber debajo de ningún mueble, y entonces esto va a ser peor que la guerra de Troya. Todos vamos a estar como locos corriendo por todos lados intentando golpearlo, siendo lo más probable que resulte imposible matarlo.
Bill nos ha sugerido que gritemos, porque parece que el ruido aturde a nuestra pequeña mangosta lampiña y malhumorada, y estoy empezando a sospechar que nuestra estrategia es una verdadera catástrofe, porque lo único que estamos logrando es perseguirlo por todos lados, y el tejón no se va a cansar antes que nosotros. A todas luces, nuestra condición física es bastante más limitada que la de este mapache que ya ha intentado morder un par de veces la pantorrilla de Beatriz (claro, su piel es tan verde en esa zona que parece más un vegetal que una extremidad humana; supongo que si yo también fuera mapache intentaría morderla), que se ha distraído lo suficiente como para que le pudiera quitar la escoba, que me resulta indispensable para defenderme del zorro gris que parece tenerme un especial odio. Supongo que es porque fui el único que le dio un buen golpe cuando todavía era pequeñito y con aspecto de reptil.
Grace sugirió huir. Así nada más: abrir la puerta y salir. Sólo que eso le ha dado una buena idea a Bill, y resulta que la carnada del plan soy yo. Pararme afuera del cuarto para que el coyotito me siga y dejarme caer brincando hacia adentro justo cuando el bicho esté afuera. Y Bill, naturalmente, controlará la puerta de tal modo que el animal se quede afuera.
Ni modo. Fue su idea, así que supongo que eso le da derecho a pedir la parte que no incluye brincos ni golpes. De todos modos, estoy harto de este maldito perro, así que aprovechando que las muchachas se han logrado trepar a la cama y el can sólo me observa a mí, voy a intentar coordinarme con Bill para librarnos de esta calamidad.
Va a ser difícil. Bill y yo no nos caracterizamos por la gracia de nuestra psicomotricidad. Incluso, han llegado a preguntarnos si somos hermanos porque tenemos la manía de tropezarnos de la misma manera, comer opíparamente y provocar la risa masiva cuando hemos intentado bailar.
Eso debe explicar el por qué del intenso dolor que ahora tengo en el tobillo derecho. Creo que Bill me lo ha roto con el descomunal portazo que me dio al intentar cerrar una vez que el monstruo de gila estuvo afuera del cuarto, y los gritos que Beatriz, Helga y Grace dan son tan confusos y molestos, que no sé si es porque hayamos tenido éxito en nuestro objetivo de deshacernos de la bestia darwiniana que se nos había metido, o por el susto que deberían tener al verme revolcándome de dolor en la alfombra del cuarto.
Claro, como nadie se me acerca a ofrecerme una venda o una aspirina, supongo que Bill y yo tuvimos éxito en lo primordial, y por fin podemos tomarnos un descanso.
Podemos no ponerle atención a la violenta forma en la que el animal que está afuera, sea lo que sea, rasca la puerta queriendo entrar. Incluso, todavía podemos pasar por alto el hecho de que el ruido cada vez se escucha más arriba, como si esa criatura inverosímil se estuviera irguiendo. O por lo menos creciendo.
Lo que seguramente no vamos a poder soportar es el ruido de los gritos de Grace, que parece haber entrado en shock. Bill ha sugerido que nos asomemos a ver qué aspecto tiene ahora el gusano, pero le he pedido que espere unos minutos. Curiosamente, los golpes en la puerta cada vez son menos violentos, aunque también cada vez se escuchan más arriba, y lo que tiene a Bill sumido en la curiosidad es que en estos momentos, los ruidos se han convertido, literalmente, en toquidos. Como si a la puerta estuviera llamando un ser humano civilizado y de buenos modales.
Así que después de dejar la decisión al azar, me dispongo—en mi calidad de derrotado—a abrir la puerta para ver qué hay afuera. Abriré sólo un poco, aprovechando que hay uno de esos pestillos de cadenita que permiten que la puerta se abra sólo unos centímetros, al tiempo que evitan que se pueda meter alguien que no haya sido invitado a pasar.
Como el gordo que tengo enfrente. Es horroroso, pero amable. Mide como 1.85, lleva una camisa roja floreada, bermudas moradas y huaraches. Joder, tiene un pésimo gusto para vestir, y ante mi asombro, se está acomodando unas gafas oscuras como para adoptar un porte de turista.
- Ah, disculpe las molestias que les he causado, pero... ¿sabe? Tengo bastante calor y pensé que... tal vez... no sé... me podrían obsequiar algún refresco. Una coca cola estaría genial.
Bill tampoco lo puede creer. Es una estupidez. Todo el proceso evolutivo tiene como único objetivo tomar refresco. Y además, como premio a la imbecilidad, mal gusto en materia de ropa.
Total, supongo que ya nada me puede sorprender, y que de todos modos podemos prescindir de una de las cocas que compré antes de la junta. Así que en medio del fúnebre silencio que embarga a Bill, Helga, Beatriz y Grace, voy al refrigerador por el refresco.
- Mejor trae dos refrescos.
En un principio no entendí la sugerencia de Bill, pero al abrir otra vez la puerta y corroborar que nuestro visitante ahora medía más de 1.90 y había engordado notoriamente, admití que tenía razón. Además, había aparecido una cachucha de no sé qué equipo de béisbol, y en los pies, además de los huaraches, ahora llevaba calcetines. Vaya, parece que su mal gusto también está evolucionando hacia lo estrambótico.
Observar como ese gusano se retira por el pasillo feliz de haberse hecho de dos refrescos gratis es una de las sensaciones más extrañas que he tenido en la vida. De todos modos, la atmósfera en el cuarto es de alivio, y todo mundo se prepara para tomarse un respiro en las calles de Oaxaca, nuestro plan original.
Claro, antes que otra cosa, voy a regresar al cuarto por un refresco, porque a fin de cuentas yo también me muero de sed. Le pido la llave a Beatriz, y justo cuando llego a la puerta veo exactamente lo que menos me esperaba ver, pero también lo que menos ganas tenía de ver.
Gusanos.
Se asoman por debajo de la puerta, se mueven un poco y vuelven a meterse al cuarto. Son varios, y por su forma de moverse, adivino que adentro hay más.
No puedo evitar hundirme otra vez en la sensación de repugnancia, especialmente porque existe la probabilidad de que al rato el hotel esté lleno de turistas gordos, morenos y con mal gusto para vestir. Y de que tengamos que conseguir un camión de la coca cola para surtirles refrescos.
De todos modos, la curiosidad es demasiada, y aunque abrir la puerta signifique enfrentarme a un destino fatal, tengo que ver a esos malditos gusanos.
Lo que veo en el interior del cuarto es indescriptible. Son cientos, tal vez miles de gusanos los que hay inundado el piso. Están en todos lados. Es una invasión. Sin embargo, los únicos que se mueven son los que están más cerca de la puerta. Justo a mis pies, el movimiento es caótico, desorganizado, como si cada gusano siguiera su propio instinto. Pero un par de metros más hacia el interior, los movimientos empiezan a organizarse, hasta que se convierten en una verdadera coreografía de diseños geométricos. Un poco más adelante, los gusanos empiezan a fusionarse unos con otros como intentando fijar sus diseños coreográficos en tiempo y en espacio, y ya en la parte que se aproxima a la ventana que da a la calle, bloques cuadrados, rectangulares y con forma de media luna estánn perfectamente definidos sobre el piso. Ya no son gusanos, sino su extraña combinación. Bloques amontonándose sobre bloques, y empezando a adquirir color. En la parte inicial, los tonos son opacos, pero luego se vuelven brillantes, tornasolados y cambiantes, como si estuvieran indecisos, hasta que en los últimos centímetros antes del esquinero se definen. Los bloques cuadrados ahora son rojos, los rectangulares blancos, y los de media luna naranjas. Fruta. Sandía, jícama y melón, respectivamente, y llegan a su punto final en un plato colocado sobre el esquinero de la salita, en donde un elegante coctel está listo para ser desayunado. No puedo resistir la tentación, y me abro paso entre los gusanos que siguen moviéndose en la puerta para llegar hasta donde está el coctel. Tengo que observar varias veces la transformación. Cientos de gusanos moviéndose para volverse fruta. Cientos de seres repugnantes preparándose para volverse una tentación al sentido del gusto. Tomo un trozo de melón para sentirlo y olerlo, y puedo corroborar que es melón y no otra cosa. Sólo melón. Ningún rastro de los gusanos. Ninguna señal de los bloques tornasolados de color cambiante. El jugo del melón empieza a escurrir por mis manos, y no puedo evitar succionarlo, y entonces puedo comprobar que el sabor es delicioso. Muerdo el trozo de melón, y corroboro que jamás he probado uno de tan buen sabor. Lo mastico bien para no arriesgarme a que en mi boca se le ocurra recuperar su forma de uno o varios gusanos. Luego pruebo la sandía. Luego la jícama. Las mejores que haya probado, al punto de que apenas si recuerdo que vine por un refresco. Ahora que ya salgo de allí, la única duda que me sigue asaltando es qué fue lo que comí. Fruta o gusanos. Creo que me da igual, porque ningún pedazo de fruto intentó huir de mi boca arrastrándose. Y en el peor de los escenarios, en vez de haber ingerido una buena dosis de vitaminas, ingerí una buena dosis de proteínas.
Buen provecho.

domingo, 6 de abril de 2008

LA ESPERA

Otra vez estoy aquí, esperándote. Y no debería extrañarme, porque es una especie de rutina que ya se ha establecido entre los dos: tu promesa de llegar, acompañada con tu tardanza, que se va prolongando hasta que se convierte en una molesta sensación de odio esclavizante, porque no puedo, no logro recuperar mi vida durante todo ese lapso que termina hasta que el timbre suena, y apareces allí, sonriendo, con tu inconfundible porte latino y tu típica expresión cordial, que en ese momento hace que olvide las mil y un maldiciones que te dediqué durante cada segundo que te estuve esperando.
Hay una pregunta rondándome la cabeza, y lo que más detesto es no saber si es importante o no: ¿Por qué las cosas no pueden ser diferentes entre tú y yo? Digamos que diferentes de tal modo que sean satisfactorias para los dos. Ya sabemos que tu satisfacción es segura. Sabes qué esperas, qué quieres de mí, y siempre lo has obtenido. En cambio, para mi es diferente, especialmente mientras la espera se prolonga, se extiende. En ese fragmento de eternidad me revuelco por dentro, queriendo saber si algún día serás capaz de cambiar, digamos que para replantear nuestras diferencias en otro nivel, y que yo ya no tenga que estar pendiente de que llegues, alternando la esperanza de que aparezcas pronto con la sensación de humillación por saber que estoy a disposición de tu caprichosa y unilateral forma de manejar tu tiempo y el mío.
Hay otra pregunta, aunque esta me ronda las vísceras: ¿Dónde radica el origen de la diferencia entre los dos? Nunca me han gustado las explicaciones orientadas al tema étnico cultural, pero tal vez todo provenga del hecho de que yo soy sajona y tu mexicano. A fin de cuentas, creo que es falso que seamos iguales. Y nuestra relación es el primer argumento que tengo para sostener el punto. Tenemos diferentes ideas respecto a cómo tratarnos, incluso si vemos el asunto desde la óptica más comercial posible. Tenemos diferente color de piel. Tenemos diferentes formas de rostro. Tenemos diferentes sexos, y diferentes formas de entenderlos, asumirlos y aplicarlos. ¿Será cuestión educativa? Si hubiéramos crecido juntos, estudiado juntos, o por lo menos estudiado lo mismo, tal vez la diferencia del origen y el color de piel no fuera determinante. Pero tú ni siquiera estudiaste, y yo estoy doctorada. ¿Será eso lo que determina que miremos el mundo de manera tan distinta? ¿Será factible que alguna vez lleguemos a empatar nuestras perspectivas? Tal vez entonces yo no voy a estar aquí pegada a la cortina, esperando a que aparezcas en tu motocicleta y me vuelvas a desarmar con tu sonrisa cínica, casi inmoral, que cada vez que la recuerdo me recuerda lo mucho que estoy a tu disposición.
Sospecho que la culpa es mía por no atreverme a cambiar. Pero es que también sospecho que hay algo de miedo por pensar que quien venga a ocupar tu lugar va a ser igual. Y me preocupa la idea de que esa sospecha pueda ser síntoma de que, a fin de cuentas, ya estoy acostumbrada a ti. Que después de todo yo también se qué esperar de ti, y que en esencia no me sorprendes. Me enfadas, pero no me sorprendes. Y por eso puedo dejar que la rutina siga: tú te tardas y yo te espero.

Por fin llegas. Bajas de tu moto, te acercas, y al verme en la ventana me sonríes y llamas a la puerta. Te disculpas con tu desvergonzada sonrisa y matas mi enfado, como tantas veces en el pasado y probablemente en el futuro. Me entregas la pizza, te doy un dólar de propina, y me lo agradeces como si fuera lo mejor que puede ofrecerte la vida. Te vas, y mientras contemplo tu silueta alejándose por el boulevard repito la letanía con la que siempre me quedo mientras escucho el ruido de tu moto cada vez más distante: “Maldito servicio a domicilio”.

viernes, 4 de abril de 2008

EL DRAGÓN

Lo terrible del caso es que nadie me cree. Y ahí está, en el jardín. Sí, admito que su color es un excelente ejemplo de mimetismo nocturno, de tal manera que los tonos verde oscuro de su escamosa piel logran un buen camuflaje con el pasto y las hojas de los árboles, pero de todos modos es un dragón, y de bastante buen tamaño, así que no hay justificación para no verlo. Acecha, vigila, espera. No cabe duda: es peligroso. Y nadie me cree.
Me cansé de dar la voz de alarma en la casa, y lo único que logré fue que me dijeran de todo: baboso, exagerado, beodo, catastrofista, torpe ominoso, pájaro de mal agüero, marica. Entonces les recordé que la vez anterior fue igual: un dragón acechando, vigilando y esperando, y la familia diciéndome baboso, exagerado, beodo, catastrofista, torpe ominoso, pájaro de mal agüero y marica. Luego se vino el pandemonium correspondiente a la singular ocasión de tener un dragón en el jardín, y, aunque parezca increíble, otra vez no me creen.
Estoy de acuerdo en que tener un dragón en un jardín de Cuernavaca no es normal. Tal vez lo sería en un jardín de Escocia. O de China. Pero ¿aquí? El clima de Cuernavaca debería resultarle molesto al dragón, creo yo. Pero el maldito se comporta muy ufano al respecto, y no deja de rezumar sus perversos planes. Estoy seguro. En consecuencia, y con el permiso del resto de mi imprudente familia, procedo a esconderme. Digo, porque ya sé que sigue: la llegada de los guerreros y la lluvia de flechas. No sirve de mucho, porque—todos sabemos—los dragones tienen una piel fuerte e impenetrable para las flechas. Pero de todos modos lo intentan, como si se tratara de una tradición que no se debe perder. Digamos que juegan a que es parte del sentido de identidad de los dragones y de los guerreros que combaten dragones. Un dragón agazapado en un jardín que no es atacado por una lluvia de inútiles flechas, no puede jactarse de ser un buen dragón. Y un destacamento de guerreros que ataca dragones no puede engrosar su currículum si no lanza una buena lluvia de flechas antes de intentar hacerle algo serio al monstruo.
Claro, las flechas dejan la casa hecha un desastre. Ponerle orden a una vivienda después de un momento como ese es un verdadero infierno, aún cuando el dragón tome una política moderada y solamente se retire. Pero si opta por disparar fuego, además hay que volver a pintarlo todo.
Espero. Pacientemente. Todo ese ruido que inunda la calle y el jardín, seguramente es la lluvia de flechas. Toda esa luz que entra por ventanas y rendijas debe ser el dragón defendiéndose. Todos esos muebles volteados y platos rompiéndose en el piso deben ser mis familiares, que huyen despavoridos buscando un refugio. Ese sonido de agua corriendo por alguno de los inodoros del baño debe ser mi hermano, que suele cagarse cuando este tipo de situaciones suceden en su jardín (es que es muy impresionable).
Y ahora, todo ese silencio no sé qué es. Menos aún si es bueno o malo. Supongo que alguien murió, pero para saber si fue el dragón o los guerreros tendré que salir a la calle para echar un vistazo.
Sin más alternativa, tomo un buen cuchillo de la cocina. Uno que parece cebollero. Ya sé que no puedo matar al dragón con eso, pero por lo menos, si intenta comerme, le haré un buen corte en el paladar o en la mucosa de la boca. Digamos que para dejarle un recuerdo. Con un poco de suerte, igual y le sale un fuego (vaya idiotez: imagínense a un dragón contándole a sus amigos que no soporta el dolor en la boca porque le salió un fuego).
Me voy a asomar por el lado de la calle, porque no puedo arribar directamente al jardín desde la casa. Si lo hago y el dragón sigue vivo, seré presa fácil. Más fácil, me imagino, que los guerreros carbonizados entre los que ahora voy caminando. Sus armaduras y cotas de malla se han fundido sobre sus cadáveres, y las imágenes de sus esqueletos sosteniendo la inverosímil ropa fundida que ahora llevan es un espectáculo espectral, valga la cacofonía. Buena pregunta: ¿Para qué las armaduras? No protegen de un dragón. De hecho, son contraproducentes. Lo alentan a uno y además son mortales en caso de derretimiento. Da igual. No hay nadie a quien le pueda sugerir un cambio de política al respecto.
Vaya cuadro terrorífico. Algunos guerreros conservan la postura corporal de haber estado apuntando sus armas cuando una onda de calor los aniquiló, e incluso uno que otro mantiene el rictus de pavor con el que se despidieron de la vida una cálida noche en Cuernavaca. El punto de cocción alcanzado fue excesivo. Apenas se pone un dedo sobre cualquier cráneo que se asome del casco, y el hueso se hace polvo.
Ya he llegado al jardín por el extremo de la cochera. El dragón se ve ileso. Ni un maldito rasguño, pese a que hay flechas por todo el pasto, y los árboles parecieran haber sido atacados por una epidemia de ramitas. El dragón no me ha visto, porque está de espaldas. No veo bien que hace, y me intriga porque no parece conservar su actitud vigilante. Así que lo empiezo a rodear con el mayor sigilo posible.
Ah, claro. Está hablando por teléfono en la cabina de monedas que mi hermano tiene instalada en una esquina de su jardín. No es frecuente ver a un dragón haciendo telefonemas, así que voy a acercarme para ver qué dice.
- Seguro, seguro. Cuestión de tiempo. No se preocupen. Ya casi tengo tomada la casa.
Claro, obviamente lo que este dragón viene planeando desde hace tiempo es tomar la casa. ¿Para qué? Quien sabe. Se lo voy a preguntar, aprovechando que al pisar una de las flechas, el ruido de la madera rota lo ha puesto en alerta y se ha volteado con una agilidad admirable, y me ha tomado con una de sus garras, acercándome a su rostro para inspeccionarme. Parece que parezco un buen bocado. Pero no pienso morir con la duda del por qué su interés especial por esta casa.
- El teléfono, por supuesto. Es la casa con teléfono de monedas más cercana a mi guarida. Tú no sabes cuanto subes de categoría, como dragón, cuando tienes casa con teléfono de monedas.
Buen punto. También los dragones tienen su lucha de clases sociales, y parece que la resuelven por teléfono. Ahora sólo espero despertar pronto, porque ya ha abierto la boca y estoy a punto de ser introducido. Y ni siquiera traigo el cuchillo, que se me cayó cuando fui capturado. Lo único que me llega es un fétido olor a azufre, que no sé si se debe a todo el fuego que disparó hace rato, si es su aliento normal, o si a esto huele la muerte.
Simplemente me digo a mi mismo: va a doler.